Año de publicación : 1968
Presente edición : Editora Record, 1979
El año pasado, un mes después de haber leído su primer libro de relatos “Novelas nada ejemplares” el escritor curitibano Dalton Trevisan se alzó con el prestigioso Premio Camões 2012, el más importante galardón en lengua portuguesa, y él por supuesto no acudió a la ceremonia de entrega, manteniendo firme su convicción a mantenerse alejado de cualquier aparición en público.
Acabó de cumplir 88 años de edad a mediados de junio pasado y sigue entregando un libro –siempre de cuentos- por año a su editora. Lo bacán es que aquí en Curitiba la prensa no lo incomoda, parece no perseguirlo, ni aún con la tremenda noticia de aquel premio, al que le siguió meses después el Prêmio Machado De Assis 2012 por parte de sus compatriotas. Si bien hay una fotografía circulando por ahí de un viejito cargando una bolsa de libros y otra de frutas, la mayoría de curitibanos –y los que no somos, pero nos sentimos un poquito- parece respetar esa opción suya al silencio y a las sombras publicitarias. No es difícil saber cuáles son los lugares que frecuenta, pero felizmente sólo hay una fotografía reciente de él y capturada sin que él supiese. En vez de molestarlo hay que respetar su deseo, aunque sería bueno hacerle saber lo agradecidos que estamos por continuar produciendo. Rubem Fonseca, Lygia Fagundes Telles –me debo libros de ella-, y Dalton Trevisan son quizá los mayores escritores brasileños vivos, y de ellos tres probablemente sólo el primero tenga un reconocimiento en países de habla no portuguesa, con respectivas traducciones para que el público de otros lares puedan conocerlos. Para nuestro caso, los hispanohablantes nos los perdemos.
En este libro de relatos hay más realidad pura y cruda de una Curitiba en que quizá los medios cambien pero no ciertas costumbres.
Pero también encuentro un punto diferente en este libro: “Em busca de Curitiba perdida” es un relato melancólico y muy poético mostrándonos todo su amor por esta particular ciudad a través de una bella prosa; es toda una declaración de amor. De la misma manera en “Modinha” rememora costumbres de la vida en Lapa, municipio vecino de la capital curitibana, también un relato melancólico, con mucho garbo, y trazos poéticos.
Lleno de ironía es el cuento “O duelo” (“El duelo”) donde una familia se muda a un antiguo caserón lleno de gatos, animales que el padre de esta familia detesta; olvidando aquello de que los gatos tienen siete vidas su crueldad para con ellos tendrá un inesperado desenlace.
En “A comadre” (“La comadre”), la del título insistirá en hacer entrar al compadre a la casa en ausencia del marido, y luego al cuarto, y aunque él inicialmente se resista accederá quizá por la coquetería y belleza de la mujer. Un ruido en la puerta interrumpirá sus caricias.
“Pedro” y “Cem contos” (“Cien duros”, en Perú podría ser “Cien lucas”) tienen una estructura diferente: el primero es la carta pura y sincera de una mala mujer –que las hay- en su último intento por regresar al lado de su ex al que abandonó por otro que acabó maltratándola físicamente. El segundo también está formulado a manera de una carta donde la remitente expresa toda su desilusión llegando a humillarse exigiendo el monto del título para que al final, con las seis últimas palabras se contradiga totalmente. Esta especie de doble juego es una característica en los personajes del vampiro Trevisan, algunos parecen rayar en la inocencia pero siempre dejando una pequeña entrada de luz como para saber qué puede pasar, y es donde su curiosidad les hace pagar un alto precio, como en la adolescente y su madre de “Minha perdición” (“Mi perdición”) donde ambas no desconfiarán del enfermero que le aplicará una inyección –y algo más- a la joven quien rememora y cavila al respecto de ese incidente traumático. Pero basta conocer a la gente que se encuentra en esta capital y, en la misma actualidad, no es difícil encontrarlos: gente humilde y sincera llegada del interior del Paraná y de otros estados que pagan su derecho a piso con los recorridos capitalinos. Esa inocencia primaria –estupidez se diría desde otra orilla- también está presente en “Abigaíl”, donde la del título a pesar de que es golpeada constantemente valora los efímeros momentos de cariño que recibe de su marido, diría que hasta espera el cambio, hecho que llega de una manera que ella nunca esperó, aunque quizá su entorno sí; lo interesante aquí también es desde dónde nos narra su historia.
Trevisan también le entra a lo misterioso y fantástico, y de qué manera, “O besouro” (“El escarabajo”) es prueba de ello. Lúcia encuentra una mañana un escarabajo negro bien aferrado a la comisura de sus labios, y sentirá cómo le va sorbiendo la sangre, la vida, la razón. Cuando todos de su familia la creen loca, otro de los integrantes de su familia creerá de una manera abrupta finalmente en ella.
Lo trágico también es un tema del que se nutre mucho de estos relatos, como en “Naquela manha” (“En aquella mañana”) una vecina se deparará con un triste escenario al ingresar a la casa de su amiga. El relato es corto, pero es lo suficientemente detallado para transmitir toda la dureza de un escenario donde la fatalidad campea, más cuando había niños ahí.
“No sétimo dia” (“Al séptimo día”) nos presenta el desespero de un recién casado que no puede cumplir sus obligaciones maritales. Toda la preocupación del tipo, de buena familia, nos es presentada hasta que él tome una drástica decisión; el final tras ese hecho es para reír de aquella tragedia.
Son cuarenta y nueve relatos cortos llenos de tragedia, fatalismo, violencia, abuso, donde quizá sólo la propia realidad los supere. Salvo en los de trazo poético donde rememora algún lugar, en el resto lo que más llama la atención es lo que no está escrito, los silencios que hieren como cuchillos, que dejan imaginar al lector qué pasará ahora, abriéndose a un sinfín de posibles caminos, todos muy válidos. Dalton Trevisan es, qué duda cabe, un maestro del cuento corto, y un escritor que merece más traducciones y publicaciones, por lo menos al español e inglés.
Abigaíl
Mi nombre es Abigaíl. Desde hace un tiempo que no vivía bien con mi hombre. Él llegaba de sombrero medio de lado, escarbando con un palito entre los dientes, sin quitarme la mirada; y yo debatiéndome con la cocina o con los niños, esos angelitos que ese bandido dice que no son sus hijos. Al principio, primero discutía antes de golpearme, últimamente recibía las zurras sin ninguna conversa. ¡Me vas a matar, por Dios..!, gritaba al mundo. El bruto ni pestañeaba, recibía cada puñete que quedé con un ojo morado y con marcas por todo el cuerpo. Pero después de todo no era tan malo así, después de la zurra él me ponía entre sus brazos. Me decía que yo era su negrita, por causa de mi cabello bien negro. Con el pasar de los años comenzó a quejarse de dolor en la espalda, él, amasador de barro en la ladrillera. Cada vez que le pedía dinero para disimular el hambre de los angelitos él botaba espuma por la boca de tanta rabia, tiraba el plato de comida al piso, hasta llegó a rasgar la ropa que lavo para los vecinos.
La última vez salió y no regresó por tres días. Berreaba que su casa parecía un hospicio, y bebía con esas indecentes del 111. Hice mi maleta y le mandé avisar. A la hora del almuerzo él apareció; no quisiera recordar. Estaba en la ventana, entré para peinarme. De espaldas a la puerta podía ver lo que pasaba atrás mío por el espejo. Llegó arrastrando el pie por su dolor en la cadera y se recostó en la pared, siempre con el sombrero de paja de medio lado. Me voltee despacio, esperando la zurra. Con la mano en el bolsillo él sólo me miraba, con una cara amorosa, porque ese hombre siempre fue loco por mí, como si estuviese queriéndome en ese instante, encontrándome bonita. Se fue acercando con esa mano en el bolsillo, y desconfié de sus intenciones. ¡Leandro!, le grité. Ya era tarde, él tenía el puñal en la mano. Me cortó la cara, los pechos, los brazos, tirada en el piso yo pedía ¡Virgen santa…, sálvame!, porque iba a morir en esa hora.
Entonces, él me besó las cinco heridas del cuerpo. No tenía aliento a cachaza; no necesitó de bebida para asesinarme. Leandro huyó, dejándome, pobre de mí, sola en el mundo, con su tristeza.
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