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lunes, 24 de mayo de 2010

Antología de la literatura Fantástica



Antología de la Literatura Fantástica; Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo; Ed Sudamericana 1940; Edhasa 1996.

Final para un cuento fantástico

-¡Que extraño! -dijo la muchacha, avanzando cautelosamente-. ¡Qué puerta más pesada! La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
-¡Dios mío! -dijo el hombre-. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo nos ha encerrado a los dos!
-A los dos no. A uno solo -dijo la muchacha. Pasó a través de la puerta y desapareció.

I.A. Ireland, Inglaterra, 1919


Inicio el post dejando ya este gran relato del inglés I.A. Ireland que, de no ser por el trío de literatos argentinos, quienes decidieron compilar parte de sus gustos literarios en una sola obra, probablemente no conocería jamás de su existencia, así como muchos de los otros reunidos en este libro.
Esta obra fue editada por primera vez en 1940 por la mítica Editorial Sudamericana. Contaba ya en ese entonces con un prólogo de Bioy Casares que se mantiene “por pedido expreso del editor” para la nueva y definitiva versión que se imprimió en 1965, conmemorando los 25 años del lanzamiento al mercado. En esta edición definitiva se aumentaron los textos “Senin” del japonés Ryunosuke Akutagawa; “Sombras suele vestir” del argentino José Bianco; los tres relatos “¿Quién es el rey?”, “Los goces de este mundo”, “Los cautivos de Longjumeau” del francés Léon Bloy”; “Casa tomada” del universal Julio Cortázar; “Un hogar sólido” de la mexicana Elena Garro; “El gato” del argentino Héctor Álvarez Murena; “Rani” del argentino Carlos Peralta; “Los Donguis” del argentino Juan Rodolfo Wilcock; “Punto muerto” de Barry Perowne, de quien los autores reseñan:

“Ninguna información relativa a este autor hemos logrado. Lo sabemos contemporáneo; lo sospechamos inglés.”


Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares

Ya ahora con internet podemos descubrir el misterio: Barry Perowne, así como Pat Merriman eran los seudónimos del escritor inglés Phillip Atkey (1908 – 1985) siendo el primero el más usado: 22 obras como Perowne y tan solo 01 como Merriman.
Para la edición definitiva hay una “postdata” también de Bioy Casares donde deja en claro su repudio al prólogo de la primera edición, por encontrar en su antiguo escrito demasiados yerros que aquí aclara, como por ejemplo, tan solo citar “la distracción”, por parte del autor en el gran relato “El cuento más hermoso del mundo” de Rudyard Kipling, y no mencionar sus méritos, siendo éste uno de sus textos predilectos.


Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo (Foto: Diario La Nación, Argentina)

Los 76 textos encontrados aquí van de buenos a excelentes, y hay varios memorables, aunque también hay algunos que (personalmente) no generan el entusiasmo de los otros, como el texto de Kafka "Josefina la cantora o El pueblo de los ratones" (ya veo una piedra, un mouse y un teclado lanzados, viniendo en mi dirección; pero en verdad, no me agradó en lo absoluto.)

Para esta edición definitiva los autores aparecen en el índice en orden alfabético. Los antologistas incluyen obras suyas también, así Borges colabora con “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (donde Bioy es uno de los personajes) y “Odín”, este último en colaboración con Delia Ingenieros; Bioy Casares aporta con “El calamar opta por su tinta”, y su esposa y compañera Silvina Ocampo ofrece “La expiación”. Además está la versión de Borges (que aparece en “Historia Universal de la Infamia”) del texto del Infante Don Juan Manuel, extraído de la obra “Libro de los Enxiemplos” (El Conde Lucanor), escrito entre 1330 y 1335. De aquella obra se extrae: “El brujo postergado” (“El Ejemplo XI” en “El Conde Lucanor”).

En Santiago había un deán que tenía el gran deseo de saber el arte de la nigromancia. Oyó decir que don Illán de Toledo la sabía más que ninguno, y fue a Toledo a buscarlo.

El día que llegó a Toledo enderezó a la casa de don Illán y lo encontró leyendo en una cámara muy apartada. Éste lo recibió con bondad; le dijo que postergara el motivo de su visita hasta después de almorzar. Le señaló un alojamiento muy fresco y le dijo que lo alegraba mucho su venida. Después de almorzar, el deán le refirió la razón de aquella visita y le rogó que le enseñara la ciencia mágica. Don Illán le dijo que adivinaba que era deán, hombre de buena posición y buen porvenir, y que temía ser olvidado por él. El deán le prometió que nunca olvidaría aquella merced y que estaría siempre a sus órdenes. Ya arreglado el asunto, explicó don Illán que las artes mágicas no podían aprenderse, sino en un lugar apartado, y tomándolo por la mano, lo llevó a una pieza contigua en cuyo piso había una gran argolla de hierro. Antes le dijo a una sirvienta que trajese perdices para la cena, pero que no las pusiera a asar hasta que la mandara. Levantaron la argolla entre los dos y descendieron por una escalera de piedra bien labrada, hasta que al deán le pareció que habían bajado tanto que el lecho del Tajo estaba sobre ellos. Al pie de la escalera había una celda y luego una biblioteca. Revisaron los libros y en eso estaban cuando entraron dos hombres, con una carta para el deán, escrita por el Obispo, su tío, en la que le hacía saber que estaba muy enfermo y que si quería encontrarlo vivo no demorase. Al deán lo contrariaron mucho estas nuevas, lo uno por la dolencia de su tío, lo otro, por tener que interrumpir los estudios. Optó por escribir una disculpa y la mandó al Obispo. A los tres días llegaron unos hombres de luto con otras cartas para el deán, en las que se leía que el Obispo había fallecido, que estaban eligiendo sucesor, y que esperaban por la gracia de Dios que lo eligieran a él. Decían también que no se molestara en venir, puesto que parecía mucho mejor que lo eligieran en su ausencia.
A los diez días vinieron dos escuderos muy bien vestidos, que se arrojaron a sus pies y besaron sus manos y lo saludaron Obispo. Cuando don Illán vio estas cosas, se dirigió con mucha alegría al nuevo prelado y le dijo que agradecía al Señor que tan buenas nuevas llegaran a su casa. Luego le pidió el decanazgo vacante para uno de sus hijos. El Obispo le hizo saber que había reservado el decanazgo para su propio hermano, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Santiago. Fueron para Santiago los tres, donde los recibieron con honores. A los seis meses el Obispo recibió mandaderos del Papa, que le ofrecía el arzobispado de Tolosa, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó la antigua promesa y le pidió ese título para s hijo. El Arzobispo le hizo saber que había reservado el obispado para su propio tío, hermano de su padre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Tolosa. Don Illán tuvo que asentir.

Fueron para Tolosa los tres, donde los recibieron con honores y misas. A los dos años el Arzobispo recibió mandaderos del Papa, que le ofrecía el capelo de Cardenal, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto le recordó su antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El Cardenal le hizo saber que había reservado el arzobispado para su propio tío, hermano de su madre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Roma. Don Illán tuvo que asentir. Fueron para Roma los tres, donde los recibieron con honores, y misas y procesiones. A los cuatro años murió el Papa, y el Cardenal fue elegido para el papado por todos los demás, Cuando don Illán supo esto, besó los pies de Su Santidad, le recordó la antigua promesa y le pidió el cardenalato para su hijo. El Papa lo amenazó con la cárcel, diciéndole que bien sabía él que no era más que un brujo y que en Toledo había sido profesor de artes mágicas. El miserable don Illán dijo que iba a volver a España y le pidió algo para comer durante el camino. El Papa no accedió. Entonces don Illán dijo con una voz sin temblor:
-Pues tendré que comerme las perdices que para esta noche encargué.- La sirvienta se presentó y don Illán le dijo que las asara. A estas palabras, el Papa volvió a hallarse en la celda subterránea, solamente deán de Santiago, y tan avergonzado de su actitud que no atinaba a disculparse. Don Illán dijo que bastaba con esa prueba, le negó su parte de las perdices y lo acompañó hasta la calle, donde le deseó feliz viaje y lo despidió con gran cortesía.



Don Juan Manuel

Toda antología siempre debe tener sus problemas al momento de elegir las obras que la conformarán. Así, entre la correspondencia que mantuvieron el crítico literario francés Roger Caillois y Victoria Ocampo (hermana mayor de Silvina, y fundadora de la importante Revista Sur en 1931 y Editorial Sur en 1933) éste hace un interesante análisis al respecto de la obra, cuestionando ausencias y algunas presencias, en una carta fechada el 7 de abril de 1941:

“He visto la Antología Borges-Adolfito-Silvina: es desconcertante desde cualquier punto de vista. Hasta ahora, Alemania era considerado el país por excelencia de la literatura fantástica: no hay, por decirlo así, ningún alemán (Kafka es judío y checo) en la Antología. ¿Tal vez un olvido? En cuanto a poner a Swedenborg, es increíble: nunca tuvo la intención de escribir literatura fantástica involuntaria, entonces puede empezarse con la Biblia y algunas otras obras del mismo tipo, bastante importantes. No encuentro tampoco que sea muy correcto el haber puesto a M.L.D. y a Borges mismo. Por lo común, quien hace una antología evita incluirse en ella.”

No se sabe quien es M.L.D. aunque se cita un intento de aclaración: podría ser una errata y tratarse de M.L.B. o sea, la escritora chilena María Luisa Bombal de quien tampoco aparece texto alguno en esta Antología, pero era una amistad de Borges y personaje frecuente en el círculo de Sur.
Estos datos aparecen en el estudio “Definiendo un género: La Antología de la literatura fantástica de Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges” de la profesora Annick Louis.
Otra particularidad de esta obra es la inclusión del gran cuento “Los caballos de Abdera” de Leopoldo Lugones, a quien Borges criticó abierta y duramente (merecido no sé: no me cabe juzgar eso) en su libro de ensayos “El tamaño de mi esperanza” reseñado en este blog, y que aquí, en la breve mención sobre el autor, previo al cuento versa:

“Leopoldo Lugones (…) Ejerció con felicidad la lírica, la biografía, la historia, los estudios homéricos, y la ficción. De su vasta obra, que ha rebasado los límites del país y del continente citaremos los siguientes títulos….”

Si bien el prólogo está firmado por Bioy Casares, quizá sea esta parte de una disculpa tardía a su compatriota por parte de Borges; Lugones murió en 1938, dos años antes de la publicación de esta antología. Se agradece en el prólogo a Leopoldo Lugones hijo y a la viuda Juana González de Lugones por ceder el cuento citado.
Para finalizar, dejo el cuento del inglés W.W. Jacobs “La pata de mono” (The monkey’s paw), cuento perteneciente al libro “The lady of the barge” de 1902.

I

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedre;.el primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros, que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
-Oigan el viento - dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.
-No creo que venga esta noche - dijo el padre con la mano sobre el tablero.
-Mate -contestó el hijo.
-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los barriales, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.
-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.
-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.
-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.
-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgano el sargento.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios; volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
-Un viejo faquir le dio poder mágico -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.
-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.
-Se cumplieron -dijo el sargento.
-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.
-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió: la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?
-No sé -contestó el otro-. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.
-Si usted no la quiere, Morris, démela.
-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
-¿Cómo se hace?
-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
-Parece de Las Mil y Una Noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.
-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó perplejamente.
-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.
-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano, como una víbora.
-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.
-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono, arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes, en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.
-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.
-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta, corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre, se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.
-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.
-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una chistera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar. Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.- Y lo miró patéticamente.
-Lo siento... -empezó el otro.
-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.
-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban, y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.
-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apresó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
-Doscientas libras -fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

III

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo. El cuarto estaba a oscuras; oyó, cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.
-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
-La quiero. ¿No la has destruido?
-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
-Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
-¿Pensaste en qué? -preguntó.
-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.
-¿No fue bastante?
-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
-Dios mío, estás loca.
-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
-Fue una coincidencia.
-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.
El marido se dio vuelta y la miró:
-Hace diez días que está muerto y, además, no quería decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa. El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto. Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
-¡Pídelo! -gritó con violencia.
-Es absurdo y perverso -balbuceó.
-Pídelo -repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
-Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de ahí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
-¿Qué es eso? -gritó la mujer.
-Una rata -dijo el hombre-. Una rata. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.
-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara…- Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.



W.W. Jacobs

Borges, cuestionado por el hilo conductor de esta obra refiere:

“En la realidad toda antología es la fusión de esos dos arquetipos. En algunas priman el criterio hedónico y en otras el histórico”.

En esta obra el primer criterio es muy marcado y el segundo nulo.

El punto flaco de esta edición (desconozco si en otras ediciones es así también) son los errores de los cuales solo mencionaré 2 que creo son los más notorios y ambos están en el índice al inicio del libro:

- Consta “Agutagawa” siendo “Akutagawa”;
- Consta “… Upbar..” siendo “…Uqbar…”, entre otros.

Además de los transcritos, los excelentes cuentos “Sennin” del japonés Ryonosuke Akutagawa, “Enoch Soames” del inglés Max Beerbohm; “Los cautivos de Longjumeau” del francés Léon Bloy; “El gesto de la muerte” del francés Jean Cocteau; las piezas teatrales “Una noche en una taberna” del irlandés Lord Dunsany; y “Un hogar sólido” de la mexicana Elena Garro; los relatos “Historia de Abdula, el mendigo ciego” extraído de Las Mil y Una Noches; y “El caso del difunto míster Elvesham” del norteamericano H.G. Wells son altamente recomendables.

4 comentarios:

Guely of Sweden dijo...

Quizá la mejor y más accesible antologia de la literatura fantástica en castellano. lo he leido y releido desde 1984.

Manolo Malpartida dijo...

Hace tiempo leí tu comentario y juraba que te había contestado Guely of Sweden, disculpa por el equívoco y la demora.

Accesible sí, por ser Borges y Bioy los compiladores hace que esta obra sea conocida por lo menos en hispanoamérica. La mejor -aunque yo también creo que la es- no lo sé.

Hay un libro en Brasil, de la década de los 60's, creo, donde también compilan textos de varias fieras a nivel mundial, y que intercalan con cuentos de autores brasileños, y de ningún otro autor latinoamericano -como a modo de venganza, je!-.

La obra se titula "Obras Primas do Conto Fantástico".

Siempre bienvenido y disculpa la demora.

Anónimo dijo...

Muy buen post. Me atrajo -google mediante- la búsqueda de comentarios respecto al... ¿solucionado?... misterio de Perowne. También me sorprendió encontrar información de él, y que este Aleph en que se volvió internet logre lo que supuestamente ni Borges ni Bioy lograron.

Sobre las antologías, una muy breve pero excelente en su nivel es "Cuentos Fantásticos Argentinos", publicada en Booklet actualmente, y que en su momento fue antologizada por Nicolás Cóncaro. No sé cuál es mejor -quizás, en el promedio, esta es mejor, pero en cuanto a joyitas rescatadas y puestas a la luz, sin duda la Antología de la Literatura Fantástica le pasa el trapo.

¡Saludos!

Manolo Malpartida dijo...

Creo que Ivan Thays una vez escribió acerca de cómo estaría Cortázar con esto de los blogs e internet: dejaría pistas que te manden a un lugar y a otro envolviéndote en su laberinto.

Lo que hacían en épocas de Bioy y Borges, al encontrar un texto/autor y volcarse raudos -me los imagino- a la biblioteca buscando información sobre aquello de hecho tiene más mérito que lo que hacemos en nuestros días: ir a Google.

Gracias por ese aporte, y de hecho ya lo apunto, seguramente en Lima lo encuentre, ya aquí en tierras de la samba la probabilidad es mínima.

Dale una ojeada al post de "Obras Primas do Conto Fantástico", es otra joyita que puede que sea de tu interés.

Un abrazo y gracias por la visita, y bienvenido anónimo.