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domingo, 18 de diciembre de 2011

Obras maestras del cuento fantástico




Título original : Obras primas do conto fantástico
Editora : Livraria Martins Editora
Año de publicación y de este ejemplar : 1966
Selección : Jacob Penteado
Ilustración de la portada : Darcy Penteado



Me deparé con este libro hace un buen tiempo ya, justo cuando terminaba la “Antología …” de Borges, Bioy y Ocampo, pero sólo ahora me animé a abrirla y disfrutarla.

Pareciera que a modo de revancha Jacob Penteado, el compilador -del cual no encontré información en la red ni viene nada acerca de él en el libro- se embarcó en este proyecto, escogiendo con buen tino varias de las muchas buenas obras de la literatura fantástica mundial, y mezclándolas con obras de compatriotas suyos. Esta antología fue editada y publicada en 1966, un año después de la publicación de la segunda y definitiva “Antología…” de los escritores argentinos.

Aparecen aquí relatos de escritores brasileños tan desconocidos como Gastão Cruls, Afonso Arinos, Viriato Correa, Afonso Schmidt y Monteiro Lobato, éste último es el único del que sabía de su existencia, mas hasta el momento no había leído nada de él.

Y digo a modo de revancha pues no aparece ningún escritor argentino, ausencia que se extiende a cualquier otro escritor latinoamericano, si lo comparamos con la “Antología …” antes mencionada, con excepción de los cinco brasileños mencionados. Esto refleja algo que pareciera mantenerse en la actualidad: los brasileños parecieran tener poco o nulo interés por lo producido en Latinoamérica y España, y nosotros, los hispanohablantes también tenemos poco o nulo interés por lo producido en Brasil. No creo que sea cultural, y sí por el idioma, aunque la lengua portuguesa es fácilmente asimilada, me atrevería a decir que es ésa la barrera que nos separa. Ojalá ahora en tiempos de internet, esto cambie. Hay muchos trabajos por descubrir (tanto en literatura como en música, cine, etc.) de muy buena calidad aquí en Brasil, y ojalá los brasileños se interesen más en lo ofrecido por el resto de países hispanoamericanos.

Retornando al libro: de esas cinco antiguas novedades destaco “O espelho” (“El espejo”) de Gastão Cruls (Rio de Janeiro 1888 – 1959) donde la esposa de nuestro narrador, quien acudía a cuanta subasta de artículos de época encontraba en la antigua capital brasileña (Rio de Janeiro lo era hace ya algún tiempo) adquiere el artículo del título, reflejando diversas transformaciones, sensuales, lujuriosas, que el espejo fue atrapando con el transcurrir de los años, y que ahora ofrecía a sus nuevos dueños; lo que inicialmente se presentaba placentero se fue tornando descabellado, al punto de hacer dudar del juicio de los personajes. Isa, la esposa, comenzó a redescubrir el sexo con su marido, disfrutando verse reflejada durante el coito. El narrador descubrirá tarde al verdadero ser que ella veía en el reflejo en sus encuentros. De final sangriento, el relato es muy intenso, digno de aparecer en cualquier otra antología del género.

En “A ficha N° 20,003” (“La ficha N° 20,003”) de Viriato Correa (Maranhão, 1884 – Rio de Janeiro, 1967) una cartomante revelará a nuestro narrador que él matará a un hombre por una persona que no vale la bala que usará. Aunque nuestro narrador dude y se mofe de aquello verá cómo su destino se encamina por enredadas situaciones haciendo que dicha revelación se cumpla. Correa crea una trama llena de vericuetos pero que llega a ser creíble ante los sucesos que se van desarrollando, dejando conocer –tanto al personaje como a los lectores- recién en el último diálogo aquella infeliz por quien el principal personaje se tornó un asesino.

Los otros tres representantes brasileños no están a la altura de los mencionados, ni de los otros que conforman este libro, son relatos totalmente intrascendentes.

Los otros veinte relatos están repartidos de la siguiente manera:
de la literatura rusa encontramos a Leonidas Andreieff (Orel, Rusia, 1871 – Finlandia,1919) con “La mentira”, donde el personaje principal está enamorado hasta la obsesión, humillándose, pidiendo un poco de atención, mientras escucha algunas voces a su alrededor incitándolo a asesinar a la culpable de ese mal, y otras desanimándolo, confundiéndolo aún más. Andreieff consigue graficar muy bien la perturbada mente de su personaje ante las invisibles persuasiones que lo atormentan.

Ya con “El fabricante de ataúdes” de Alexandre Pushkin (Moscú, 1799 – San Petersburgo, 1837) acompañamos a Adriano Prokhorof quien realizando un gesto aparentemente nimio invitará a sus antiguos clientes –todos ellos embaucados, entregándoles un féretro de pésima madera habiendo cobrado como de roble- sin imaginar que estos acudirán a su llamado. El delirante e inesperado encuentro con los fantasmas no será el colofón de este sorprendente relato.

Encontramos tres exponentes italianos, de los cuales “La señora Frola y el señor Ponza” de Luigi Pirandello (Sicilia, 1867 – Roma, 1936) lo encuentro por momentos farragoso, enredado, aunque es ahí justamente donde radica el genio de Pirandello, en querer confundir al lector, si la señora Frola es cruel o si su yerno, el señor Ponza, a pesar de llegar a Valdana como secretario de la prefectura, ha perdido el juicio, viviendo sumergido en un presente inexistente. El autor juega con los puntos de vista más disparatados ejercidos por los pobladores de Valdana a la llegada de ambos. No siempre lo que parece ser llega a serlo.

Aunque aquel relato llega a ser interesante las otras dos narrativas italianas son realmente exquisitas. “Metempsicosis” de Walter Poliseno, nos muestra la transmigración de Amun-Eti -encontrada en un sarcófago en El Cairo por el profesor Dyman- en la primera esposa, Henet Scott, y, tras la trágica muerte de esta, Dyman nuevamente tendrá una experiencia similar con su segunda mujer, en la transmigración de Henet en su ahora amada Laura. La historia de Poliseno tiene toques románticos que –felizmente- son rápidamente interrumpidos por circunstancias que llevan a su personaje, el profesor Dyman, al extremo. Toda una revelación este escritor italiano.

Y el otro es un maestro que genera sentimientos opuestos: o es re-celebrado, o repudiado al extremo: Giovanni Papini aparece con “Lo que el diablo me contó”, donde el narrador nos retrata la intimidad que tiene con el Diablo, mostrándolo melancólico, indulgente, hasta comprensivo, filosofando sobre la condición humana y algo acongojado al leer y releer –en inglés el Antiguo Testamento y en italiano el Nuevo: para ver cuán importante son las traducciones- cómo es representado en la Biblia. Texto elegante, otra de las joyas que trae este libro.

Son cuatro escritores ingleses los considerados en esta antología: de H. G. Wells (1866 – 1946) encontramos “El fantasma inexperto”, muy divertido relato donde Clayton ante un grupo de amigos contará cómo atrapó un fantasma, distraído, todavía no acostumbrado a su condición espectral. Mantendrá una conversa que raya con lo absurdo, aconsejando al fantasma a desaparecer, punto de quiebre del relato, pues Clayton observará atentamente los diversos movimientos realizados por el espectro para conseguir esfumarse. Clayton sabiendo cuáles eran los movimientos, inesperadamente sorprenderá a sus auditores. Wells utiliza un ácido humor en la mayor parte del cuento: ver un hombre burlarse muchas veces del fantasma y, lo inesperado, observar a éste asustado ante la actitud del hombre, sin saber soltar un ¡bú! convincente, hasta hacer un giro inesperado en la trama con lo aprendido por Clayton y llevarlo a la práctica.

En el relato “La mano del hindú” de Sir Arthur Conan Doyle (1859 – 1930), conocemos a Sir Dominick Holden quien perdió su casa en Bombay por un repentino incendio, perdiendo también una especial colección de órganos informes guardados en diversos frascos, para estudio y análisis, entre ellos la mano de un paciente hindú quien necesitaba que se la amputasen para continuar viviendo, pero que se negaba aceptar tal práctica. Sólo lo hizo al ver que Holden le prometió devolvérsela para cuando muera. El alma del hindú visitaba todas las noches la casa de Holden para recuperar su mano y por fin descansar. Nuestro narrador, el Dr. Hardacre intentará resolver este dilema, tendiéndole una trampa al espectro. La trama es muy ágil y consigue mantener el misterio y la emoción hasta el final. Una mezcla de cuento de terror con policial. Hay mucho de detectivesco en el Dr. Hardcare, estudiando a fondo el caso, exponiéndose a presenciar el hecho personalmente, y determinado a solucionar el problema de Holden, hurgando en las palabras y frases que es de dónde saca la solución al problema, lo que hace recordar al mayor personaje creado por Conan Doyle.

Pero de seguro más misterio y emoción hay en “La pata de mono” de William Wymark Jacobs (1863 – 1943) relato que es todo un clásico del género, que también aparece en “La antología …” mencionada al inicio. Cualquier lector podrá reconocer de un autor famoso más de 2 ó 3 obras. A W. W. Jacobs le bastó este relato para que su nombre sea recordado, quizá por siempre.


Somerset Maugham
(Paris, 1874 – Niza, 1965) aporta con otro clásico, “Encuentro en Samarra”, fábula oriental que no solo Maugham rescata del olvido, ya que hay varias versiones de esta historia en particular. La moraleja del relato es que si algo está para suceder no importa lo que hagas o cuán lejos vayas pues no podrás escapar a tu destino, en el caso del personaje del relato, la muerte. Relato tan breve como magistral.

De los cinco literatos norteamericanos que la obra trae, comienzo con “Las ratas del cementerio” de Henry Kuttner (1915 – 1958). Relato asfixiante. Me imagino que leer este cuento en la adolescencia debe impactar más que ahora ya de adulto. Debe conseguir hacer sentir el miedo, creciendo progresivamente; ahora resulta ligero, entretenido, pero teniendo en cuenta las joyas que trae el libro este relato bien pulp no llega a entusiasmar.

La Idea sobre la que se basa “Los anteojos de Titbottom” de George William Curtis (1824 – 1892) no es mala: Titbottom de niño, hereda de su abuelo, un indio del oeste, unos anteojos que tienen la particularidad de hacer ver a quien se los ponga una realidad totalmente diferente de la que vive. El problema es que la historia es tediosa, larga, y no explota el hecho fantástico que atribuye a los anteojos. Se desvía por momentos con el hecho romántico en la narración de Titbottom cuando conoce a Preciosa, como dejando en un segundo plano el poder de los anteojos tan especiales. Lo rescatable es la idea inicial, el saber de un relato y autor de mediados del siglo XIX; pero está lejos de ser memorable.

Seguidamente aparece “Camarote 105, litera superior” de Francis Marion Crawford (1854 – 1909) para mejorar el nivel de los representantes norteamericanos en este libro con este extraordinario relato. Un hombre muy viajado se embarca en el Kamtschatka para cruzar el Atlántico, ocupando el camarote 105, sin imaginar que ahí ocurrían cosas extrañas. Crawford grafica muy bien no sólo el ambiente frio, húmedo y estrecho del lugar, también lo hace con las expresiones faciales de los personajes que nuestro narrador se va encontrando, desde sus facciones hasta sus ropas; es como estar a bordo de aquel barco. Luego el narrador descubriría que las tres últimas personas que durmieron donde él ahora está alojado se lanzaron por la borda, sin explicación alguna. Junto al capitán del navío se atreverá a encontrar la razón del misterio que guarda aquel lugar, encerrándose ambos bajo llave en dicho camarote, donde vivirán una noche que parecerá durar una eternidad. Este relato es muy intenso, con un gran ritmo, donde el suspenso te mantiene en vilo a lo que irá a pasar. Es increíble cómo un texto de 1894 sea conocido (en mi caso) a finales del 2011. Imprescindible.

Los dos siguientes autores yanquis son tan conocidos como necesarios: Jack London (1876 – 1916) se hace presente con “El rey de los leprosos”, donde Koolau lidera a un grande grupo de personas que más se asemejaban a despojos humanos, deformados por la enfermedad que compartían, despreciados por los extranjeros estadounidenses llegados a esa tierra que ahora hacían suya, Kauai, y queriendo desterrarlos a Molokai (ambas islas en Hawái). El grupo, a pesar de su constante sufrimiento dará guerra. Encuentro en este cuento de London mucho de ese reclamo social, sobre los ricos y poderosos avasallando a los locales, pobres, débiles, y en este caso condenados a un terrible mal. Como a modo de protesta deja muy en claro quiénes son estos invasores: divulgadores de la palabra de Dios y portadores de esa extraña bebida que para ellos era el ron. La ironía está en que la enfermedad de los locales fue traída por la gente que los blancos mandaban a trabajar la tierra, y ahora que la mudanza de los señores iba a concretarse querían deshacerse de los locales. Lo fantástico en este relato es encontrar las precisas descripciones de esta gente físicamente desproporcionada, y con la dignidad y el orgullo menoscabados, pero con una vitalidad por no dejarse atropellar más.

Así como el autor anterior, Edgard Allan Poe (1809 – 1849) no necesita mucha presentación. Se encuentra el relato “William Wilson”, donde nuestro narrador nos cuenta cómo su homónimo es tan opuesto a él pero a la vez tan cercano. Toda la narrativa es en primera persona, y nos hace creer sobre otro joven, rebelde, ágil, determinado, que está en los mismos lugares que él, entran juntos a la misma escuela, cumplen años el mismo día. Pero con el transcurrir del tiempo, la sorpresa de coincidir hasta en lugares tan distantes comienza a develar la insania de nuestro narrador, hecho que se confirmará en un perfecto y revelador final. Un clásico imperdible. Si has visto y disfrutado “Figth Club” y “Secret Window”, este relato te gustará aún más.

Con mayor número de representantes viene la legión francesa, encabezada por Théophile Gautier (1811 – 1872) con “Avatar”, novela corta más que relato, es con el que inicia este conjunto. No pudo iniciar mejor, pues esta obra es la que me atrapó y convenció de hacerme del libro. Quería terminarlo de leer en el lugar donde lo encontré. Aquí, un oscuro científico convence al joven enamorado hasta la médula por la Condesa Prascóvia Labinski, lituana (te entiendo compadre), a someterse a ciertas prácticas hindúes que él cultivaba, pudiendo hacer cambiar las almas de un cuerpo a otro, dejándolo en el cuerpo del marido de la rica lituana, y el alma de éste en el del proyecto de dandi. Atrae el tema desarrollado en pleno siglo XIX, aunque jode el romanticismo del enamorado por la condesa: si tan sólo la hubiese querido poseer –ya que estaba obsesionado- y no enamorarla quizá la historia sería redonda, pero este hecho no aminora la excelencia de la obra de Gautier.

Guy de Maupassant (1850 – 1893) aporta con “¿Un loco?”, donde probablemente esas alteraciones de conducta que el autor comenzó a sufrir son vertidas en obras como esta. El narrador es testigo de las fuerzas que invaden el cuerpo de Jacques Parent, hombre perturbado que se confiesa ante nuestro narrador. Aquí se puede ver las dudas que el autor debió tener ante una probable locura en las preguntas de Parent sobre lo que le sucedía. Sé por Ribeyro de la maestría de Maupassant, y sé que tiene mejores obras que esta.

El mismo personaje del relato de Papini es también el del relato de Victor Hugo (1802 – 1855): “El diablo mal trajeado”. Aquí el gran escritor francés crea esta historia basándose en una representación en el pórtico de la Catedral de Friburgo, donde Asmodeo, representado con cabeza de puerco, y un cesto en la espalda, lleva a las almas que le pertenecen en un cesto. El relato pertenece a “La leyenda del hermoso Pecopin y la bella Bauldour”. Aquí Asmodeo, intentando llevar el pesado fardo hecho con cuero de dromedario es interceptado por un ángel quien le augurará el no poder hacerse de esas almas a menos que reciba la ayuda de un santo o de un cristiano. Asmodeo, tomando la forma de un decrépito anciano intentará timar a cuatro santos y a Pecopin para ser ayudado a erguir su enorme carga. Hay mucho humor negro en este relato, adjudicando sarcasmo e ironía en los diálogos de los cuatro santos con el anciano. Ya Pecopin es un caballero de espíritu, ilustrado, culto, lo que le servirá para conocer lo que esconde este anciano. Mente fértil la de Victor Hugo, creando sobre la información que iba acumulando, aprovecha para dejar a sus lectores, como sembrando la curiosidad: al sentenciar sobre cuando el diablo conversa con otros demonios lo hace en una mezcla de italiano y español, introduce como fuente el proceso al doctor Eugenio Torralba por la Santa Inquisición que terminó con el auto de fe de dicho doctor. Al buscar información sobre aquel Eugenio Torralba, su historia es tan o más interesante que cualquier relato de este libro. Vale rescatar este nombre que a bien Victor Hugo inserta en su relato.

De Anatole France (1844 – 1924) aparece “La misa de las sombras”, relato breve que nos muestra una peculiar misa en la iglesia de Santa Eulalia en Neuville-d’Aumont. El solemne culto a donde Catarina Fontaine acudirá está lleno de personas desconocidas, pero entre todos ellos encontrará un rostro familiar, un antiguo amor con quien se reencontrará después de 45 años : reparará en que todas las personas ahí congregadas son almas del purgatorio entre los cuales estaba su amado, el caballero d’Aumont-Cléry. El relato de Anatole France es delicioso, cadencioso, cuidando cada detalle mínimo, como cuando al pasar el canónigo recogiendo la limosna, cada alma entregará monedas de diferentes épocas y diversas valías. Esta es una historia relatada por el sacristán de aquella iglesia; como buen narrador Anatole France sabía y, al parecer gustaba de provechosas conversaciones de dónde sacaba las historias que luego él transformaría. Tiene una elegante prosa, está bien estructurada, pero no llega a entusiasmar como otros del conjunto. Aún así sirve para “descubrir” un Premio Nobel (1921) poco difundido. Estoy seguro que debe tener mejores relatos.

Algo similar pasó al descubrir a Villiers De L’isle-Adam (1840 – 1889) por intermedio del cuento “El secreto del cadalso”, relato más intenso, de gran lirismo en su prosa. El Dr. Velpeau aprovechará la condena a muerte a la que el Dr. Edmundo Couty de la Pommerais está destinado para proponerle, que en los instantes posteriores a su decapitación lo ayude en su investigación: saber si tras la separación de la cabeza del tórax hay todavía alguna posibilidad de recuerdo, sensibilidad, conciencia. Relato siniestro, aunque toca un tema muy interesante: cuántas veces habrán “investigado” en aquella época en que era común ver rodar las cabezas de tantos sentenciados.

Charles Baudelaire (1821 – 1867) aporta con “El jugador generoso”, donde nuevamente el Diablo –tercer relato donde es el personaje principal- tiene una participación destacada. Aquí también, al igual que en el relato de Papini, Baudelaire nos lo presenta bonachón, cordial, buena gente, comprensivo. El relato es breve y Baudelaire demuestra todo su talento con una escrita tan limpia y refinada que atrae en cada momento, encontrando en la frase final una inocencia que resulta muy irónica.

Los nombres de la mayoría de escritores aquí reunidos ya están en la larga lista de los imprescindibles. En lo que coinciden esta y la "Antología..." de Borges, Bioy y Ocampo es en la no aparición de escritores alemanes como E. T. A. Hoffmann, por citar tan solo uno.

Igual, antologías como esta son una gran fuente para rescatar de un probable olvido autores poco difundidos, que ya eran eternos, y que deberían ser imprescindibles.

martes, 25 de enero de 2011

Cuentos - antología de escritores brasileños contemporáneos



Editora : Companhia Das Letras, 2003.

Colección : Boa Companhia - Contos



En el primer volumen con el que inicia esta colección encontramos doce relatos de igual número de escritores “brazucas”, la mayoría reconocidos en su país natal, finalistas en diversos concursos, algunos ganadores de diversos premios, con varios libros a cuestas, e inclusive traducidos y publicados en otras lenguas y países, todos –hasta el momento- totalmente desconocidos para quien escribe.

Esta antología la abre “A vida de um homem normal” (“La vida de un hombre normal”) de Bernardo Carvalho (Rio de Janeiro, 1960), siendo este el relato más corto. Cuento narrado en tercera persona, donde a Carvalho le bastan poco menos de dos páginas para crear una intriga en la vida de su personaje. Un tipo que regresaba del trabajo a su hogar en el metro, envuelto en la puta rutina de siempre, ensimismado en la música que su walkman emitía, cuando de pronto, una interrupción, una voz suplantó la música, la voz que de ahí en adelante escucharía todos los días de su vida, ordenándole diversos mandatos, entre los cuales, el no poder mencionar a nadie al respecto.

Lo agradable en este cuento es el repentino giro en la vida de este señor, en el secreto que oculta, hasta a sus seres más queridos, y que se llevará a la tumba; deja a nuestra imaginación aquellos mensajes que él recibía, sin perder el gusto por esa intriga; este cuento dice más con lo que calla. El cuento hubiese quedado redondo si no repitiese catorce veces (en menos de dos páginas) la palabra “poderia” (“podría”), que lo torna redundante.

El relato de Luiz Schwarcz (São Paulo, 1956) “Doutor” (“Doctor”) es un recuerdo, donde el personaje se remonta a su niñez, en la cual su madre estaba convencida de que él llegaría a ejercer la medicina, aunque sean de familia humilde y probablemente no tengan cómo costear aquella profesión. Él, ahora, es llamado de “doctor”, por sus colegas, pero como chapa, como apodo: él realiza trabajos de albañilería y gasfitería, aunque en cierta forma trabaje como un doctor lo hace: mientras un galeno ausculta a sus pacientes, él hace lo mismo, escuchando través de las paredes las tuberías, conformándose con su destino.

A mi parecer el relato hubiera quedado mejor si no comenzara con: “Mi madre quería que fuese médico: pobre.” Y también si no estuviese el personaje del padre riéndose del anhelo de su esposa al inicio de la historia: “Mi hijo médico –él decía, a carcajadas- . Si llega a albañil o gasfitero estará bien.” Así no hay intriga en la historia, y desde el primer renglón sabemos que no llegó a ser lo que su madre soñaba. No hay sorpresa al llegar al final, y solamente la analogía médico/albañil-gasfitero hecha por el narrador no basta.

Maria Telles Ribeiro (Rio de Janeiro) aporta con “Cerimônia do chá” (“Ceremonia del té”), estructurada como una conversa de diálogos cortos entre la patrona y su empleada, con algo de humor en las respuestas de la segunda ante las órdenes y comentarios de la primera. Aquí se percibe la diferencia de nivel socio-cultural entre ellas, pero sin ese menosprecio de la patrona hacia la empleada, por el contrario, son como cómplices. Entretenida, pero olvidable.

Ana Miranda (Ceará, 1951) aparece con “O meu quarto” (“Mi habitación”), cuento que se desarrolla al interior de ese espacio físico, pero que no limita al personaje a trasladarse a otros espacios a través de los objetos que junto con ella dividen el cuarto. Podemos conocer cómo es esta adolescente por medio de los objetos que describe tener ahí. Pareciera que ella se está conociendo también. Cuento estructurado con comas, sin punto alguno, que hace que la trama vaya muy rápido, como un vendaval. Ejercicio interesante -encontrado también en el cuento “El último viaje del buque fantasma” de García Márquez- aunque en este caso parezca algo forzado.

Meio-día” (“Medio día”) de Luiz Alfredo Garcia-Roza (Rio de Janeiro, 1936), es un relato violento. Un hombre está mirando la calle desde un segundo piso, viendo a un niño indiferente con su alrededor, inclusive cuando llegan tres muchachos más a sentarse a su lado. El mayor de los tres de repente se para y comienza a golpear con fuerza el rostro del niño, quebrándole nariz, labios, sangrando a borbotones pero inmutable como antes de que ellos llegaran. El viejo sólo se resigna a contemplar, quiere avisar pero sus esfuerzos se quedan en intenciones. Parece más preocupado en saber qué hablaban allá abajo.

Sorprende la parsimonia tanto del que observa como del niño que es agredido, ante la repentina y cruda violencia por nada: tan sólo intenta ser un reflejo la realidad. Es un gran esfuerzo.

Olho por olho” (“Ojo por ojo”) de Pedro Cavalcanti (São Paulo, 1941) es una muestra de que un texto con un final feliz puede malograr el resultado final.

Ezequiel, un joven perteneciente a una familia allegada a estas nuevas religiones emergentes que abundan en Brasil (y que por cierto importan a Perú y Japón, entre otros países, me imagino), entrando a la adolescencia, tímido y bizco, enojado por llevar ese nombre, y con la frase del título en la cabeza, se encuentra un buen día con el grupito de Cero Manivela -el cero adoptado por sacar esa nota en sus cursos, y el manivela por tener el brazo en esa forma por un problema en el codo-, llevando una zurra de aquellas. Al retornar a casa quedará perplejo ante los milagros que hacen los pastores a diario y “ao vivo” por cadena nacional, aunque a él no le resuelvan su estrabismo. Ezequiel tendrá su día de furia y saldrá a vengarse de Cero Manivela, terminando ambos atropellados por un carro y vecinos de cama en el hospital. Al despertar verá cómo los milagros a veces se dan: los médicos aprovecharon y le operaron el brazo a Zero, y el estrabismo a Ezequiel.

El relato cuenta con un fino humor: hay una breve parodia de estos pastores televisivos que hacen caminar tetrapléjicos, ver a ciegos, y un largo etc, que irrumpen en la tv brasileña a toda hora. También la enemistad inicial que hay entre ambos jóvenes se transforma en una amistad mientras están postrados en la cama de un hospital, al ver sus problemas físicos resueltos. Ese final con edulcorante jodió el cuento.

Rosa regada” de Amilcar Bettega Barbosa (Rio Grande do Sul, 1964), intenta impregnar poesía a su prosa, quedándose en el intento. Es el texto más difícil de digerir; a pesar de ser corto se hace pesado; ese esfuerzo por parecer lírico lo torna forzado y aburrido. Para el olvido.

Los mejores fueron: “O cavalo imaginário” (“El caballo imaginario”) de Moacyr Scliar (Porto Alegre, 1937), donde en una escuela ricachona, el joven e inocente Francisco no encajaba con el resto de sus compañeros de clases: todos hijos de prósperos hacendados, mientras Francisco llegó a esa escuela por una beca integral por sus excelentes notas, pero provenía de una familia pobre. Mientras Francisco hacía de todo para caerles bien, todos tan sólo lo sobrellevaban. Mientras todos montaban sus puras sangres en el club hípico los domingos, Francisco iba a hacerles barra, e imitándolos, haciendo como que montaba un caballo inexistente. A todos les hacía gracia aquello, menos a Rodrigo –hijo del prefecto de la ciudad-, el más revoltoso del grupo, quien decide poner un final y apartar de una vez a aquel intruso, de una singular manera: le hará una apuesta, una carrera. Quien ganase se haría del caballo del perdedor. Por más que Francisco se esforzó, corriendo y montando el aire, obviamente perdió ante Rodrigo montado en su corcel; éste cogerá las cuerdas imaginarias del “caballo” que ganó y lo dejará libre en el campo, impidiendo en adelante la presencia de Francisco en el club, creándole también un profundo trauma que, probablemente, lo acompañará hasta su adultez.

Este cuento está narrado en primera persona, por uno de los estudiantes, compañero de Rodrigo. Siendo también un relato corto, la excelente prosa de Scliar fluye, de una manera que lo hace más corto todavía. Las diferencias entre los niveles sociales está de manifiesto aquí, donde el pobre y humilde, es rechazado por el resto de gente adinerada.

El cuento de Livia Garcia-Roza (Rio de Janeiro), “Wallace”, hace sentir que el libro vaya de menos a más. Una niña regresa a casa quejándose de que el personaje del título la golpeó. Esto se haría una constante, siendo las agresiones, verbales y físicas, cada vez más violentas. Los padres irritados con la situación irán ante la directora a pedir explicaciones, sorprendiéndose, al averiguar por el agresor.
Narrado en primera persona, desde el prisma de una niña, agradó y mucho, como el cuento anterior. La diferencia aquí está en el final de corte fantástico.

En “O embrulho da carne” (“La envoltura de la carne”) de Sérgio Sant’Anna (Rio de Janeiro, 1941), Teresa llega al consultorio de su psiquiatra Elías, muy atolondrada y nerviosa por haber prendido fuego en su casa al querer desaparecer una imagen en el papel periódico con el que vino envuelta la carne que compró. Aquí el cuento está también articulado a modo de conversación, aunque el personaje relata al profesional lo sucedido en los días anteriores. Teresa es una descontrolada mujer que busca ayuda por no poder asimilar todavía la separación con su ex esposo Rodrigo, aunque siente cierta atracción por el carnicero Iván, no sabe cómo actuar, y llega ante Elias a buscar más que un consejo, alguien que la escuche y así pueda llegar a ordenar sus ideas y su vida.

El diálogo de Teresa está muy bien logrado: como lector llego a imaginar a aquella mujer llena de problemas existenciales, embutida de remedios antidepresivos. Ella está convencida de ser una víctima y se ve reflejada en las atroces noticias que llegan a ella.

Bijoux” de Reinaldo Moraes es el cuento más extenso del grupo, y el único que se desarrolla en el extranjero: el aeropuerto Charles de Gaulle de Paris, desde donde Eduardo Borges relata lo sucedido en un correo electrónico previo al embarque, dirigido a su amiga Heloísa García.

Eduardo es abandonado por su novia Carol, quien lo dejó por un músico inglés en Paris. Al llegar a embarcar de retorno a Brasil encuentra una cartera Gucci con más de doce mil euros. Hay un duelo interior en él, en devolver o no lo encontrado. Habría decidido quedarse con la cartera sino descubriese que las dueñas eran dos hermosas francesas con poca ropa llorando su desgracia: opta por devolver lo encontrado. Ellas le cuentan que eran comerciantes des bijoux (“bijoux” = joya), y de ahí el dinero de la cartera, convenciéndolo a postergar su viaje un día más, siendo recompensado con una noche en el hotel del aeropuerto para una pequeña orgía, ante la negativa de una y las ganas de la otra. Al despertar ellas ya se habían ido, junto con el poco dinero que él llevaba consigo. Descubre luego que eran dos buscadas prostitutas que timaban a sus clientes, algunas veces asesinándolos. De allí el título: comerciantes de joyas un bledo, “bijoux” es una jerga para “vagina” en francés.

El relato a pesar de su extensión no se hace pesado en ningún momento, por el contrario, la historia, mezcla reflexión con mucho humor, es ligera y muy divertida, y me despierta del sopor en que me dejó “Rosa regada”.

Lo mejor definitivamente fue el texto de Heloisa Seixas (Rio de Janeiro, 1952) quien aporta el muy bien logrado relato “Doris”. En este texto, así como en el de Livia Garcia-Roza, también hay un toque fantástico o sobre natural.

El cuento transcurre en poco tiempo. Una mujer, ejecutiva, tras apretar el número 11 del piso al que se dirigía ve cómo el ascensor va hasta el piso 18, sin que ella pueda hacer nada por detenerlo. Queda atascada en ese piso, sin abrirse y a oscuras, solamente con la luz del número 18 oscilando. Ella va sintiendo un escalofrío, empieza a sudar, intenta calmarse sin conseguirlo, llegan ideas que no le pertenecen, frases sin sentido, murmullos, siente una presencia ahí con ella, cuando parece que el pecho le va a explotar consigue gritar, y el elevador comienza a funcionar. Al regresar a recepción a increpar del por qué nadie atendía ante la alarma del elevador atascado, el recepcionista se disculpa por haber estado distraído; ella percibe a la policía y a la muchedumbre alrededor de un cuerpo encharcado de sangre afuera del edificio: una mujer llamada Doris, de 34 años se había suicidado minutos antes, lanzándose desde el piso 18.

Los esfuerzos que hace el personaje por controlarse durante su breve encierro; cómo poco a poco va apoderándose de ella ese desespero sin saber el por qué, hasta sentir que va a explotar, y el final totalmente inimaginable y sorpresivo: todo lo encuentro perfectamente elaborado. Amor a primera lectura. Ese apellido (Seixas, el mismo de Raúl) parece llevar consigo un toque de genialidad.

Debe haber mejores exponentes en este género en Brasil. Quizá hasta estos escritores tengan mejores relatos en sus obras. Sirve para conocer más nombres (sobre todo los últimos cinco) de la literatura brasileña poco difundida en nuestra lengua.


Livia Garcia-Roza

Wallace


- Mamá…, ¡Wallace me golpeó!

- ¿Cómo que te golpeó? ¿Cómo te golpeó ese niño?

- Él me empujó en el corredor, me apachurró contra la pared, torció mi brazo, y me llamó de niña asquerosa.

Mamá se levantó dejando caer la revista y dijo que hablaría con papá, que los dos tomarían providencias.
Quién sabe, quizá hasta consigan la expulsión del monstruo Wallace, contaba por teléfono a la abuela. En seguida, llamó a mi tía, y también a una amiga de infancia. A la vecina se lo contó en el corredor. Doña Vilma dijo que hoy en día los niños nacen sanguinarios.

Luego que llegó papá, mamá le contó todo, y él me quedó mirando, bufando, la nariz ensanchándose, dejando los agujeros enormes. Cuando mamá terminó, papá dijo que resolvería el asunto. Después, golpeando una mano en la otra, preguntó:

- ¿Tú no hiciste nada?

Entonces le dije que Wallace era grande, moreno, usaba coleta de caballo, tenía un tatuaje en la mano derecha, ojos azules…

- Ya – él cerró la boca escondiendo los dientes.

A la semana siguiente, regresando del colegio, conté para mamá que Wallace había golpeado mi cabeza. Y cuando ella quiso saber cómo fue, le dije que él me empujó para adentro del baño, llamándome de vaga, y me ordenó sentarme en el inodoro y bajar la cabeza, y fue ahí que no vi más nada, sólo sentía los palmazos estallando en mi cabeza y mis cabellos subiendo por las manos de Wallace.
Saltando de su silla, mamá hizo argh…, y la revista cayó de su falda. Después volvió a telefonear, para papá, para la abuela, para mi tía, y para su amiga de infancia, y cuando llamó a la puerta de doña Vilma ella avisó que no quería saber más sobre las palizas de la niña, que estaba muy ocupada. Estaba sacando las cutículas, y cerró su puerta.

Al llegar del trabajo, papá informó que volverían a entrar en contacto con la directora, y fue al baño a lavarse las manos.
Antes de terminar esa semana, cuando llegué del colegio contando para mamá que Wallace había bajado mi trusa y pellizcado mi poto varias veces, ella soltó un grito y continuó con la boca abierta, llena de dientes puntiagudos.
Después fue para el teléfono. Cuando terminó de hablar con todos, mamá fue hasta la puerta, abriéndola, y se quedó con el cuerpo trémulo, y en seguida, le cerró la puerta en la cara de doña Vilma.

Ni bien que papá regresó, al momento de abrirse el elevador, mamá le contó lo que había sucedido. Al entrar en casa papá cogió periódicos encima de la televisión y comenzó a rasgarlos, tirando por el aire los pedazos. Después de acabar con las noticias, zarandeó a mamá, diciendo que tomarían medidas, y la empujó para el sofá. Ella en la caída levantó un poco las piernas.
Caminábamos en dirección al colegio, papá, mamá y yo, cuando él mandó que nos apuremos. Marchamos hasta alcanzar el portón de la entrada. Ahí encontramos a la abuela con plátanos en la mano. Me ofreció un platanito, y me dijo que ella esperaría ahí afuera pues ya había asistido muchas peleas de clase.
Entré, aplastada entre los dos.
Al final del patio se encontraba doña Hortensia, al lado de un pie de manacá. Cuentan que ella vive sola, en una casa llena de gatos, porque detesta personas. Cree que le pueden robar.
Al estar frente a frente –papá, mamá y doña Hortensia- él comenzó la historia.

- ¿Golpeada?- preguntó doña Hortensia.

En ese instante papá me pidió para mostrarle. Mamá y yo levantando mi blusa, levantando la falda, buscábamos.

- No me interrumpa por favor señora –él continuó diciendo que si las agresiones a su hija continuaban, la retiraría de la escuela- ¡Y muy brevemente!

Doña Hortensia escuchaba, acomodándose la peluca con las palmas de las manos. Papá terminó de hablar carraspeando, dando la impresión de que enseguida iría a cantar, cuando de pronto mamá se quebró en llanto, soltando lágrimas, hablando, sonándose la nariz, y aspirando, contó los sufrimientos por los cuales yo venía pasando.

- Debe haber algún engaño- dijo la directora, con los ojos súbitamente abiertos-. No tenemos ningún alumno con ese nombre. ¿Cómo se escribe?


(Páginas 21 a 23)

lunes, 24 de mayo de 2010

Antología de la literatura Fantástica



Antología de la Literatura Fantástica; Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo; Ed Sudamericana 1940; Edhasa 1996.

Final para un cuento fantástico

-¡Que extraño! -dijo la muchacha, avanzando cautelosamente-. ¡Qué puerta más pesada! La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
-¡Dios mío! -dijo el hombre-. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo nos ha encerrado a los dos!
-A los dos no. A uno solo -dijo la muchacha. Pasó a través de la puerta y desapareció.

I.A. Ireland, Inglaterra, 1919


Inicio el post dejando ya este gran relato del inglés I.A. Ireland que, de no ser por el trío de literatos argentinos, quienes decidieron compilar parte de sus gustos literarios en una sola obra, probablemente no conocería jamás de su existencia, así como muchos de los otros reunidos en este libro.
Esta obra fue editada por primera vez en 1940 por la mítica Editorial Sudamericana. Contaba ya en ese entonces con un prólogo de Bioy Casares que se mantiene “por pedido expreso del editor” para la nueva y definitiva versión que se imprimió en 1965, conmemorando los 25 años del lanzamiento al mercado. En esta edición definitiva se aumentaron los textos “Senin” del japonés Ryunosuke Akutagawa; “Sombras suele vestir” del argentino José Bianco; los tres relatos “¿Quién es el rey?”, “Los goces de este mundo”, “Los cautivos de Longjumeau” del francés Léon Bloy”; “Casa tomada” del universal Julio Cortázar; “Un hogar sólido” de la mexicana Elena Garro; “El gato” del argentino Héctor Álvarez Murena; “Rani” del argentino Carlos Peralta; “Los Donguis” del argentino Juan Rodolfo Wilcock; “Punto muerto” de Barry Perowne, de quien los autores reseñan:

“Ninguna información relativa a este autor hemos logrado. Lo sabemos contemporáneo; lo sospechamos inglés.”


Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares

Ya ahora con internet podemos descubrir el misterio: Barry Perowne, así como Pat Merriman eran los seudónimos del escritor inglés Phillip Atkey (1908 – 1985) siendo el primero el más usado: 22 obras como Perowne y tan solo 01 como Merriman.
Para la edición definitiva hay una “postdata” también de Bioy Casares donde deja en claro su repudio al prólogo de la primera edición, por encontrar en su antiguo escrito demasiados yerros que aquí aclara, como por ejemplo, tan solo citar “la distracción”, por parte del autor en el gran relato “El cuento más hermoso del mundo” de Rudyard Kipling, y no mencionar sus méritos, siendo éste uno de sus textos predilectos.


Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo (Foto: Diario La Nación, Argentina)

Los 76 textos encontrados aquí van de buenos a excelentes, y hay varios memorables, aunque también hay algunos que (personalmente) no generan el entusiasmo de los otros, como el texto de Kafka "Josefina la cantora o El pueblo de los ratones" (ya veo una piedra, un mouse y un teclado lanzados, viniendo en mi dirección; pero en verdad, no me agradó en lo absoluto.)

Para esta edición definitiva los autores aparecen en el índice en orden alfabético. Los antologistas incluyen obras suyas también, así Borges colabora con “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (donde Bioy es uno de los personajes) y “Odín”, este último en colaboración con Delia Ingenieros; Bioy Casares aporta con “El calamar opta por su tinta”, y su esposa y compañera Silvina Ocampo ofrece “La expiación”. Además está la versión de Borges (que aparece en “Historia Universal de la Infamia”) del texto del Infante Don Juan Manuel, extraído de la obra “Libro de los Enxiemplos” (El Conde Lucanor), escrito entre 1330 y 1335. De aquella obra se extrae: “El brujo postergado” (“El Ejemplo XI” en “El Conde Lucanor”).

En Santiago había un deán que tenía el gran deseo de saber el arte de la nigromancia. Oyó decir que don Illán de Toledo la sabía más que ninguno, y fue a Toledo a buscarlo.

El día que llegó a Toledo enderezó a la casa de don Illán y lo encontró leyendo en una cámara muy apartada. Éste lo recibió con bondad; le dijo que postergara el motivo de su visita hasta después de almorzar. Le señaló un alojamiento muy fresco y le dijo que lo alegraba mucho su venida. Después de almorzar, el deán le refirió la razón de aquella visita y le rogó que le enseñara la ciencia mágica. Don Illán le dijo que adivinaba que era deán, hombre de buena posición y buen porvenir, y que temía ser olvidado por él. El deán le prometió que nunca olvidaría aquella merced y que estaría siempre a sus órdenes. Ya arreglado el asunto, explicó don Illán que las artes mágicas no podían aprenderse, sino en un lugar apartado, y tomándolo por la mano, lo llevó a una pieza contigua en cuyo piso había una gran argolla de hierro. Antes le dijo a una sirvienta que trajese perdices para la cena, pero que no las pusiera a asar hasta que la mandara. Levantaron la argolla entre los dos y descendieron por una escalera de piedra bien labrada, hasta que al deán le pareció que habían bajado tanto que el lecho del Tajo estaba sobre ellos. Al pie de la escalera había una celda y luego una biblioteca. Revisaron los libros y en eso estaban cuando entraron dos hombres, con una carta para el deán, escrita por el Obispo, su tío, en la que le hacía saber que estaba muy enfermo y que si quería encontrarlo vivo no demorase. Al deán lo contrariaron mucho estas nuevas, lo uno por la dolencia de su tío, lo otro, por tener que interrumpir los estudios. Optó por escribir una disculpa y la mandó al Obispo. A los tres días llegaron unos hombres de luto con otras cartas para el deán, en las que se leía que el Obispo había fallecido, que estaban eligiendo sucesor, y que esperaban por la gracia de Dios que lo eligieran a él. Decían también que no se molestara en venir, puesto que parecía mucho mejor que lo eligieran en su ausencia.
A los diez días vinieron dos escuderos muy bien vestidos, que se arrojaron a sus pies y besaron sus manos y lo saludaron Obispo. Cuando don Illán vio estas cosas, se dirigió con mucha alegría al nuevo prelado y le dijo que agradecía al Señor que tan buenas nuevas llegaran a su casa. Luego le pidió el decanazgo vacante para uno de sus hijos. El Obispo le hizo saber que había reservado el decanazgo para su propio hermano, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Santiago. Fueron para Santiago los tres, donde los recibieron con honores. A los seis meses el Obispo recibió mandaderos del Papa, que le ofrecía el arzobispado de Tolosa, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó la antigua promesa y le pidió ese título para s hijo. El Arzobispo le hizo saber que había reservado el obispado para su propio tío, hermano de su padre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Tolosa. Don Illán tuvo que asentir.

Fueron para Tolosa los tres, donde los recibieron con honores y misas. A los dos años el Arzobispo recibió mandaderos del Papa, que le ofrecía el capelo de Cardenal, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto le recordó su antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El Cardenal le hizo saber que había reservado el arzobispado para su propio tío, hermano de su madre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Roma. Don Illán tuvo que asentir. Fueron para Roma los tres, donde los recibieron con honores, y misas y procesiones. A los cuatro años murió el Papa, y el Cardenal fue elegido para el papado por todos los demás, Cuando don Illán supo esto, besó los pies de Su Santidad, le recordó la antigua promesa y le pidió el cardenalato para su hijo. El Papa lo amenazó con la cárcel, diciéndole que bien sabía él que no era más que un brujo y que en Toledo había sido profesor de artes mágicas. El miserable don Illán dijo que iba a volver a España y le pidió algo para comer durante el camino. El Papa no accedió. Entonces don Illán dijo con una voz sin temblor:
-Pues tendré que comerme las perdices que para esta noche encargué.- La sirvienta se presentó y don Illán le dijo que las asara. A estas palabras, el Papa volvió a hallarse en la celda subterránea, solamente deán de Santiago, y tan avergonzado de su actitud que no atinaba a disculparse. Don Illán dijo que bastaba con esa prueba, le negó su parte de las perdices y lo acompañó hasta la calle, donde le deseó feliz viaje y lo despidió con gran cortesía.



Don Juan Manuel

Toda antología siempre debe tener sus problemas al momento de elegir las obras que la conformarán. Así, entre la correspondencia que mantuvieron el crítico literario francés Roger Caillois y Victoria Ocampo (hermana mayor de Silvina, y fundadora de la importante Revista Sur en 1931 y Editorial Sur en 1933) éste hace un interesante análisis al respecto de la obra, cuestionando ausencias y algunas presencias, en una carta fechada el 7 de abril de 1941:

“He visto la Antología Borges-Adolfito-Silvina: es desconcertante desde cualquier punto de vista. Hasta ahora, Alemania era considerado el país por excelencia de la literatura fantástica: no hay, por decirlo así, ningún alemán (Kafka es judío y checo) en la Antología. ¿Tal vez un olvido? En cuanto a poner a Swedenborg, es increíble: nunca tuvo la intención de escribir literatura fantástica involuntaria, entonces puede empezarse con la Biblia y algunas otras obras del mismo tipo, bastante importantes. No encuentro tampoco que sea muy correcto el haber puesto a M.L.D. y a Borges mismo. Por lo común, quien hace una antología evita incluirse en ella.”

No se sabe quien es M.L.D. aunque se cita un intento de aclaración: podría ser una errata y tratarse de M.L.B. o sea, la escritora chilena María Luisa Bombal de quien tampoco aparece texto alguno en esta Antología, pero era una amistad de Borges y personaje frecuente en el círculo de Sur.
Estos datos aparecen en el estudio “Definiendo un género: La Antología de la literatura fantástica de Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges” de la profesora Annick Louis.
Otra particularidad de esta obra es la inclusión del gran cuento “Los caballos de Abdera” de Leopoldo Lugones, a quien Borges criticó abierta y duramente (merecido no sé: no me cabe juzgar eso) en su libro de ensayos “El tamaño de mi esperanza” reseñado en este blog, y que aquí, en la breve mención sobre el autor, previo al cuento versa:

“Leopoldo Lugones (…) Ejerció con felicidad la lírica, la biografía, la historia, los estudios homéricos, y la ficción. De su vasta obra, que ha rebasado los límites del país y del continente citaremos los siguientes títulos….”

Si bien el prólogo está firmado por Bioy Casares, quizá sea esta parte de una disculpa tardía a su compatriota por parte de Borges; Lugones murió en 1938, dos años antes de la publicación de esta antología. Se agradece en el prólogo a Leopoldo Lugones hijo y a la viuda Juana González de Lugones por ceder el cuento citado.
Para finalizar, dejo el cuento del inglés W.W. Jacobs “La pata de mono” (The monkey’s paw), cuento perteneciente al libro “The lady of the barge” de 1902.

I

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedre;.el primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros, que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
-Oigan el viento - dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.
-No creo que venga esta noche - dijo el padre con la mano sobre el tablero.
-Mate -contestó el hijo.
-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los barriales, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.
-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.
-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.
-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.
-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgano el sargento.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios; volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
-Un viejo faquir le dio poder mágico -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.
-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.
-Se cumplieron -dijo el sargento.
-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.
-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió: la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?
-No sé -contestó el otro-. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.
-Si usted no la quiere, Morris, démela.
-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
-¿Cómo se hace?
-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
-Parece de Las Mil y Una Noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.
-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó perplejamente.
-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.
-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano, como una víbora.
-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.
-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono, arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes, en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.
-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.
-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta, corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre, se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.
-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.
-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una chistera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar. Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.- Y lo miró patéticamente.
-Lo siento... -empezó el otro.
-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.
-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban, y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.
-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apresó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
-Doscientas libras -fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

III

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo. El cuarto estaba a oscuras; oyó, cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.
-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
-La quiero. ¿No la has destruido?
-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
-Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
-¿Pensaste en qué? -preguntó.
-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.
-¿No fue bastante?
-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
-Dios mío, estás loca.
-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
-Fue una coincidencia.
-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.
El marido se dio vuelta y la miró:
-Hace diez días que está muerto y, además, no quería decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa. El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto. Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
-¡Pídelo! -gritó con violencia.
-Es absurdo y perverso -balbuceó.
-Pídelo -repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
-Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de ahí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
-¿Qué es eso? -gritó la mujer.
-Una rata -dijo el hombre-. Una rata. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.
-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara…- Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.



W.W. Jacobs

Borges, cuestionado por el hilo conductor de esta obra refiere:

“En la realidad toda antología es la fusión de esos dos arquetipos. En algunas priman el criterio hedónico y en otras el histórico”.

En esta obra el primer criterio es muy marcado y el segundo nulo.

El punto flaco de esta edición (desconozco si en otras ediciones es así también) son los errores de los cuales solo mencionaré 2 que creo son los más notorios y ambos están en el índice al inicio del libro:

- Consta “Agutagawa” siendo “Akutagawa”;
- Consta “… Upbar..” siendo “…Uqbar…”, entre otros.

Además de los transcritos, los excelentes cuentos “Sennin” del japonés Ryonosuke Akutagawa, “Enoch Soames” del inglés Max Beerbohm; “Los cautivos de Longjumeau” del francés Léon Bloy; “El gesto de la muerte” del francés Jean Cocteau; las piezas teatrales “Una noche en una taberna” del irlandés Lord Dunsany; y “Un hogar sólido” de la mexicana Elena Garro; los relatos “Historia de Abdula, el mendigo ciego” extraído de Las Mil y Una Noches; y “El caso del difunto míster Elvesham” del norteamericano H.G. Wells son altamente recomendables.