Editora : Aguilar
Año de publicación : 2007
Me leí la primera crónica antes de salir de aquella lejana Feria del Libro hace siete años, y sí, lo reconozco, tras esa rápida lectura y una previa discusión con mi enamorada de aquel tiempo quise ser Ronnie Monroy, pero sin postdata.
Recuerdo que a mediados de los años 90’s la crónica periodística en el Perú era muy fértil, desde el semanario “Somos” que venía (todavía viene, creo) con el diario El Comercio, hasta la revista “Caretas” (sólo por citar dos, quizá las más masivas y/o conocidas) traían sendos trabajos periodísticos que alternaban con las noticias sobre corrupción fujimorista de aquel tiempo, develando en muchos casos un mundo paralelo al lado nuestro. Muchos de nosotros, los lectores, no nos deteníamos a ver el florecer de la belleza en un basurero, por ejemplo, cosa que ellos, los cronistas, cazadores de historias, se esmeraban en encontrar y presentarnos temas de lugares y personas tan fantásticas que prácticamente convivían con nosotros. Luego salió “Etiqueta Negra” y quizá coincidió con el bajón en ese aspecto de aquellas dos revistas antes mencionadas pero esta nueva opción era (no sé si todavía lo sea) una ventana totalmente diferente a lo conocido hasta entonces, un oasis de historias fabulosas de una realidad muchas veces tan cercana, casi un orgullo nacional. Por alguna extraña razón que no sé definir casi siempre he estado con gente extranjera de lo más variopinta, y por aquel entonces viajaba mucho, y muchas veces al Cusco –ni Tokio es tan cosmopolita como Cusco-, y con los que me rodean compartía (aunque hijo único extrañamente comparto, todavía) la música, los libros, los vinos, las revistas, embutida en la conversa muchas veces atropellada por la barrera del idioma que yo constantemente me atrevía a saltar, y en una de esas alguien me preguntó muy de buena onda “¿y esto se edita en el Perú? Podría jurar que es de España, de México, de Argentina…, ¿pero del Perú?..” Y tenía razón. En un país donde lo primero que veías al llegar eran diarios chicha (entiéndase amarillos, bien hepáticos) poblados de jerga y fotos bizarras a todo color y full frame en portada descubrir una revista como Etiqueta Negra era para sorprenderse gratamente. Marco Avilés (Lima, 1978) fue cronista de aquella revista, luego editor y después director. Su facha de persona tranquila e inofensiva esconde a un loco de dimensiones quijotescas, ejemplo de esa locura es su nuevo proyecto, la revista Cometa, junto al fotógrafo Daniel Silva.
Este es su primer libro con 17 crudas historias de amor y desamor extraídas de la cárcel limeña de mujeres, el penal Santa Mónica, lugar visitado sistemáticamente por un año, haciéndose conocido entre las reclusas, ganándose la confianza de ellas, sumergiéndose en aquel submundo que debe ser ese lugar que creemos imaginar por las fugaces noticias que puedan aparecer en los noticiarios, pero que de seguro no se acercan ni un poquito al infierno que realmente es, convirtiéndose el autor en nuestro guía particular en el duro y alucinante recorrido que conocemos a través de sus crónicas: desde un tío buena onda que lleva chocolates, revistas y esperanza a cambio de relaciones fugaces, hasta maridos desesperados por obtener el permiso para tener relaciones íntimas con sus respectivas mujeres, trámite burocrático demorado que es todavía más sufrido cuando el cónyuge es extranjero; desde burriers de todas las nacionalidades hasta alguna presa cargando el visible mal que la aqueja ante la indiferencia de las autoridades; relaciones peligrosas, ya sea por novios y/o maridos forajidos o guiños desde la orilla del lesbianismo; desde asesinas con o sin motivo hasta fármaco dependientes hundidas en una realidad todavía más triste, si es que acaso se puede estar peor; aprender a convivir con cientos de mujeres en apretados y reducidos espacios compartidos muchas veces con roedores y cucarachas, aunque muchas veces lo que más duela sea la sensación de soledad; razones del por qué en Santa Mónica es engorroso el pedido de visita íntima a quien tenga pareja estable mientras que en el penal de varones eso es mero trámite, casi una exigencia de las autoridades. Si ya creemos a las mujeres complejas, imaginémoslas encerradas y en condiciones deplorables, desbordante de cualquier límite: lo mejor y también lo peor de ellas aflora en un chasquido de dedos que dejaría perplejo a cualquier bipolar. Y Marco Avilés estuvo ahí, atento y probablemente al inicio confundido ante el mar de historias al que estuvo expuesto casi de golpe en tan reducido espacio.
Lejos de juzgar a cualquier reclusa el autor se empapa de las muchas historias que va encontrando cada sábado que acude quizá con el mismo fervor con el que mi suegra va a la iglesia, religiosamente puntual, pasando día de los enamorados, de la madre, quizá alguna navidad, y nos ofrece un mundo bizarro que nunca nadie imaginaría tenerlo ahí no más, en plena Av. Huaylas del distrito de Chorrillos; ¡tan lejos, tan cerca!, como el título de una película de Win Wenders.
Recientemente la editora española Libros del K.O. reeditó esta obra periodística en formato tradicional y también digital de este loco antagónico a cualquier periodista, al menos en el Perú.
RONNIE MONROY LAS AMA A TODAS
Se llamará Ronnie Monroy. Ha extraído un papel de su billetera de cuero marrón y apunta su seudónimo con una caligrafía fina de trazos largos y líneas onduladas, la misma con la que les ha escrito engañosas cartas de amor a casi todas las reclusas con las que se ha acostado durante siete años. Y han sido muchas. Lo dice con calma, sin los aspavientos o ademanes exagerados con que otros hombres vociferan sus hazañas convocando a los curiosos que aguardan a que se abran las puertas del penal Santa Mónica, este sábado de visita de principios de verano. Ronnie Monroy es bastante discreto.
Se ha recostado en la pared verde de las afueras del penal, al filo de ese caudaloso río de automóviles llamado avenida Huaylas, donde unos trescientos hombres forman una desordenada fila india como impacientes peregrinos que pronto ofrendarán besos, caricias y obsequios a sus diosas mujeres. Son las ocho de una mañana que despunta calurosa. Unos leen los periódicos, otros desayunan tamales con refrescos, algunos dormitan castigados por la espera. En la fila, hablar también es un recurso natural para matar el tiempo, y Ronnie Monroy es de los que charlan bastante, tanto que el tiempo no alcanzará para que él se refiera a todas las reclusas con las que ha compartido la almohada: brasileñas, españolas, holandesas, sudafricanas, también algunas peruanas. Su nombre verdadero, por favor, debe quedar entre nosotros, dice Ronnie Monroy, porque tiene bastante que perder: su trabajo en la embajada de un país muy poderoso, su reputación de buen cristiano (va a la iglesia todos los domingos) y una esposa que lo espera con la comida caliente cuando él vuelve a casa tras haber llevado consuelo y esperanza a las pobres presas que no tienen a nadie más en esta vida. Jesús ha dicho que es importante visitar a los enfermos y a los prisioneros, dice Ronnie Monroy, y se lo repite siempre a su esposa y en eso están bastante de acuerdo. Entonces él puede visitar a las prisioneras de Santa Mónica con la conciencia tranquila, y luego también las ayuda en secreto a sobrellevar sus primeros días fuera de la cárcel, cuando no tienen adónde ir y lo más seguro para ellas es ocupar la habitación de un hostal durante algunas noches. Ronnie Monroy siempre paga las cuentas.
Ronnie Monroy tiene cincuenta y ocho años y el aspecto de un oficinista gris en fin de semana. Es delgado con una leve panza, propia de la edad, que no le exige demasiado esfuerzo al cinturón. El cabello todavía castaño va peinado con una nítida raya al costado. Su rostro colorado está lleno de venitas rosadas que serpentean sobre sus mejillas. Esta mañana su inocente esposa le preparó un pantalón de dril beige y una camiseta de color ladrillo que hace juego con sus mocasines marrones. Su cuerpo todavía exhala el aroma a lavanda de la colonia que usa después de afeitarse, y hoy se ha rociado bastante. Dentro de dos horas, cuando la fila por fin ingrese en el penal, él se reunirá con una reclusa joven a la que conoció la semana anterior, y se sentarán a una mesa a desayunar pan, fruta y refrescos mientras se conocen un poco más. La primera vez solo pudieron charlar un poco –Ronnie Monroy llegó por la tarde–, pero bastaron dos horas de conversación para que él saliera victorioso del penal llevándose a casa un buen recuerdo y la promesa de otros sábados felices.
–Me la besé –dice con una vocecilla de abuelo encantador, pero de inmediato se corrige impostando un tono más grave, como si en segundos el apacible Dr. Jekyll hubiera sucumbido ante el recio Mr. Hyde–. Y no fue un piquito. Fue un beso con lengua.
Conocer a una reclusa y besarla con ardor dos horas después no es un logro sencillo. La técnica de Ronnie Monroy es una práctica perfeccionada por la experiencia. La primera vez que acudió de visita al penal Santa Mónica –en el año 2000– acompañaba a un familiar cuya hija había sido condenada por burrier. Aquel era un mundo tentador para el viejo oficinista Ronnie Monroy, lleno de mujeres desconsoladas, faltas de cariño y necesitadas de las cosas indispensables para no olvidar que, a pesar del encierro, seguían siendo unas damas: papel higiénico, jabones, perfumes, chocolates y, por qué no, flores. Aquella visión lo trastornó para siempre. Los sábados siguientes volvió al penal llevando consigo varias bolsas llenas de obsequios. Así fue ganándose la fama de ser un señor muy bueno entre las compañeras de la hija de aquel pariente al que acompañaba. Ellas retribuían la generosidad con besos efusivos y con alguna caricia traviesa debajo de la mesa. Entonces, los sábados de visita en el penal se volvieron para Ronnie Monroy una sana costumbre que de ninguna manera reñía con su espíritu católico. Todo lo contrario. Podía practicar la solidaridad.
Ronnie Monroy ha trabajado durante veinte años en la embajada de Brasil. Es un asistente de oficina eficiente, y por sus manos pasan muchos documentos oficiales. Por la época en que empezó a frecuentar el penal, él también comenzó a interesarse en los expedientes de las ciudadanas de aquel país del Atlántico que caían prisioneras en el Perú; casi todas culpables de haber intentado trasladar cocaína a Europa y Asia a través del aeropuerto de Lima. Desde la prisión, ellas solicitaban a su embajada medicinas, abogados eficientes, revistas y algunos gustos que no podían costearse por estar alejadas de sus familias. Algunas eran bastante guapas. Ronnie Monroy buscaba sus expedientes y encontraba en esos documentos la información necesaria para ser bondadoso. Luego visitaba a las reclusas llevándoles regalos, conversaba con ellas, les decía algunas palabras en su idioma, y también las ayudaba a acelerar los trámites para solicitar la libertad condicional. Entre noticias y obsequios también llegaban los besos. Unos eran de simple gratitud y otros de verdadero cariño. Cuando una mujer toma la iniciativa –dice Ronnie Monroy, que en esto tiene mucha experiencia– ella nunca te dará un beso con la lengua si es que no está segura de lo que siente.
–Los otros besos –aclara– pueden fingirlos hasta las putas.
Él se refiere a ese pasado como a una época gloriosa. En la fila, apenas lo distraen los incidentes de rutina: los bocinazos de los automóviles, los empujones, los reclamos contra la conducta de los agentes que venden los primeros lugares de la fila. Ronnie Monroy tiene las manos cruzadas en la espalda y observa el suelo, distraído. Dice que la primera reclusa que se convirtió en su amante fue una mujer algo mayor para su gusto actual. Pero entonces era perfecta. Tenía unos treinta y ocho años y una risa explosiva que a él, siempre introvertido, le fascinaba. La esperó en la puerta del penal el día en que ella salió en libertad llevando en la mano una mochila con ropa y algunos caprichos en mente. Primero fueron a un restaurante de comida brasileña. Comieron un guiso de champiñones y se embriagaron bebiendo cachaza. Luego fueron a caminar y a tomar helados, cogidos de la mano. Cuando la noche cayó, ella le recordó a Ronnie Monroy que no tenía dónde dormir. La primera regla de la libertad condicional es que la reclusa no puede salir del país, y cada mes debe firmar un documento de buena conducta hasta que se cumple el plazo total de la condena. Entretanto, debe conseguir un trabajo y un lugar para vivir. Ronnie Monroy le pagó a esa mujer la primera semana en un hostal y allí hicieron el amor con la recurrencia de una pareja de enamorados. Cuando la excitación inicial disminuyó, él entendió que sería imposible que ella siguiera viviendo sin un empleo. Se lo recordó al explicarle que su esposa se daría cuenta de su infidelidad al notar la falta de dinero en casa. Ronnie Monroy nunca ha sido un hombre adinerado. Ella le planteó otra alternativa: se fugaría del Perú por tierra con unos documentos falsos que, en un último acto de complicidad y cariño, él tendría que pagar. Y así terminó esa primera aventura, con Ronnie Monroy despidiéndose de su amante en una terminal de autobús, triste pero sin nudos en la garganta. Había sido una gran experiencia para él, trabajador modesto, esposo responsable: una distracción en medio de la rutina de envejecer. Regresó al penal el siguiente sábado de visita y, durante los años posteriores, Ronnie Monroy perfeccionó su estrategia con reclusas de diferente nacionalidad. Se hizo un experto. Las ayudaba con sus trámites judiciales, les llevaba regalos y las iba enamorando en el transcurso de los sábados de visita, hasta que por fin ellas salían libres, y él estaba allí, esperándolas con el apremio con que se aguardan los frutos del árbol sembrado.
–Dime tú si no merecía repetirse. Esa chica me recordará como yo a ella –dice Ronnie Monroy, siete años después, en las afueras del penal–. Toda relación es un negocio, pero si vienes a conseguir amor a la cárcel, tienes que ser realista, hermano: no puedes enamorarte. Menos de una extranjera. Esas se van como vinieron. Si te aprendes esto, serás feliz.
Ser feliz visitando a una reclusa debe de ser el anhelo de muchos de los hombres que hacen la fila esta mañana. Para algunos, como Ronnie Monroy, se trata sin embargo de una felicidad muy deportiva, donde puedes ganar una aventura si inviertes algo de tiempo y dinero. En la fila, hay un hombre que volvió a enamorarse de su ex esposa cuando esta había entrado a la cárcel, y vocifera su historia para los que quieran oírla. Un muchacho de pelo rebelde, como de escobilla, lleva una camiseta negra que dice I love you sobre el retrato de una burrier rubia. Un chiquillo de brazos con cicatrices y cinta en la cabeza cuenta que tiene dos mujeres: una en el penal y otra en casa. No sabe a cuál quiere más, aunque lo decidirá cuando ambas tengan igualdad de oportunidades. Por ahora, dice que extraña mucho a la que está presa. A la otra la ve todos los días. También están los visitantes que llegan dispuestos a pagarles a las reclusas europeas o estadounidenses por el beneficio de casarse con ellas y así obtener una visa para volar a sus países. Hay quienes llegan por primera vez, acompañando a un amigo o familiar, mordidos por la curiosidad que genera la fama de este penal y sus cientos de mujeres hermosas, extranjeras. Para algunos, la cárcel de mujeres es un mercado atractivo de carne forastera.
Pero ya no lo es para Ronnie Monroy, que ha decidido no volver a relacionarse con las reclusas de otros países. Nunca más desde que una de ellas le dejó un fierro ardiendo en el alma.
–La muy puta.
* * *
Se llamaba Teresinha. Era brasileña. Tenía veintisiete años. Salió en libertad en septiembre de 2006. Fue la única de las mujeres de Ronnie Monroy a la que él no esperó en la puerta del penal. No se lo merecía. La había conocido igual que a las otras, llevándoles regalos después de que su amante anterior se hubo marchado del país. Pero Teresinha era diferente.
Además de bonita y esbelta, como a él le gustan, le inspiraba un cariño complicado de definir. A ratos se sentía como un padre preocupado por devolverla al buen camino; otras veces era el amante ansioso por el futuro que podrían construir juntos. De todas las reclusas que conquistó, Teresinha fue la única que le hizo pensar en abandonar a su esposa. En las conversaciones en el patio del penal, Ronnie Monroy le planteaba un futuro seguro a esa muchacha. Podrían abrir un restaurante brasileño cuando saliera en libertad. Teresinha podría cocinar y ganar dinero para vivir, y él se dedicaría a atender a los clientes y a preparar caipirinha. Ronnie Monroy la visitó casi todos los sábados durante un año. Siempre en las mañanas: las tardes estaban consagradas a su esposa. Acaso ese fue su error.
–Nunca debes mantener la rutina con la mujer, hermano. Si quieres estar bien seguro de ellas, tienes que aprender a sorprenderlas a cualquier hora.
La última vez que vio a Teresinha fue un día de visita inusual, pues él había llegado por la tarde, después del almuerzo. Llevaba un paquete con las cosas que ella le pedía: jabones, papel higiénico, tallarines instantáneos, chocolates y revistas en portugués. Buscó a Teresinha por todo el patio. No estaba por ningún lado. Iba a pedirle a una compañera que la llamara, cuando la encontró escondida detrás de una columna de cemento, abrazada a un tipo mucho más joven que él, y a quien besaba con descaro, de esa manera en que solo besan las mujeres que saben lo que quieren: con la lengua. Ronnie Monroy no hizo ninguna escena. No corrió hacia ella. No le gritó. No le tiró la bolsa de regalos en la cara. Se dio media vuelta y habló con una de esas mujeres que se ganan la vida llamando a gritos a otras reclusas cuando sus visitantes llegan a verlas. Le pidió que buscara a una chica joven, una que no recibiera visitas. Ronnie Monroy le entregó a esa reclusa la bolsa llena de regalos y le prometió que regresaría el sábado siguiente con otro paquete similar. Pero no cumplió. Y no volvió al penal hasta mucho después, cuando la rabia cedió. Teresinha nunca lo llamó por teléfono. El silencio era peor que aquel beso que ardía en la memoria de Ronnie Monroy día tras día, sábado a sábado, en la aburrida tranquilidad de su casa. En la convalecencia del desamor, él intentó reencontrarse con el cariño de su esposa. Volvieron a salir al cine como cuando eran enamorados, caminaron frente al mar de Miraflores, tomaron helados las tardes de los sábados. La mujer no sabía bien qué era lo que le ocurría a su marido, pero luchaba por ayudarle a superar la frustración que entristecía su rostro. El amor por aquella reclusa se disipó lentamente. Medio año después, Ronnie Monroy se había vuelto a aburrir de su mujer y de su cariño casero y otoñal. La llegada de los sábados volvió a generarle esa vieja inquietud. ¿Habrían llegado chicas nuevas a Santa Mónica?
Y aquí está Ronnie Monroy otra vez en actividad, curado de la resaca del amor, recién duchado, vestido según los consejos de su cándida esposa, con el aura de loción de afeitar que lo precede, mientras los hombres de la fila ya empiezan a ser devorados por las puertas del penal. Son las nueve de la mañana. El sábado de la semana anterior Ronnie Monroy volvió a visitar el penal después de una larga ausencia. Llevaba consigo la estrategia de siempre: una nutrida bolsa de regalos y un ojo experto en sus propios gustos que le ayudó a seleccionar a una reclusa solitaria, de pelo negro, pequeña, de aspecto retraído, aunque peruana, de Huánuco, esa provincia cuyas mujeres mezclan el espíritu trabajador de los Andes y la alegría de la Amazonía. Lo dice Ronnie Monroy con esa vocecilla que luego extingue con el vozarrón que suele impostar, y con el que vuelve otra vez a referirse a sus hazañas, listo para su segunda cita con aquella reclusa.
–La cosa es simple, mi hermano –dice Ronnie Monroy tronando los dedos–. Si la chica no quiere nada, busco a otra así de rápido.
Ahora atraviesa la sala de control del penal y coloca su fiel paquete de obsequios sobre el mostrador de inspección. La celadora de turno revisa con detenimiento: dos revistas Vanidades, seis bolsas de sopa instantánea, naranjas y una rosa muy roja cuyas espinas se incrustan en el fondo de la bolsa. El miércoles siguiente será catorce de febrero, el Día de los Enamorados, y esa flor es el regalo con el que Ronnie Monroy declarará sus sanas intenciones a aquella chica que lo espera.
–Ese señor está un poco loco –me dice muchas horas después la mujer a la que Ronnie Monroy ha visitado brevemente, antes de marcharse a cumplir el religioso almuerzo con su esposa.
Se llama Roxana y está sentada a una mesa con tres amigas que intercambian chismes y conclusiones sobre el día de visita a punto de terminar. Observan a los hombres salir con la nostalgia de quienes ven los créditos de una película y se resisten a abandonar las butacas del cine. Roxana dice que aquel caballero sólo le habla de una brasileña que fue mala con él. Luego le advierte una y otra vez que no vaya a portarse como ella.
–Por lo demás, parece un hombre bueno –añade mirando a la nada, como si se hablara a sí misma recordándolo–. Para qué. Sabe tratar a las mujeres.
Posdata
Un hombre al que Ronnie Monroy también le había contado sus hazañas me dijo que nuestro conocido era un asiduo visitante del penal de varones de Lurigancho, en Lima. Era bisexual, según aquel confidente, que afirmaba haber sido testigo de su debilidad. Podría tratarse de una difamación. Quién sabe. Ronnie Monroy solo me habló de sus mujeres una vez, y nunca más volví a verlo.
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