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miércoles, 24 de diciembre de 2014

Relato de un náufrago, Gabriel García Márquez




Año de publicación : 1955 en 14 capítulos de El Espectador / 1970 en formato de libro

Año de este libro : 1995

Editora : Editorial Sudamericana



Cuando se es el elegido las historias lo buscan a uno. Esa es la primera impresión que tuve al iniciar la lectura de esta obra del maestro Gabriel García Márquez. Si bien ante el título uno espera desde ya naufragar junto al personaje, compartir sus desventuras en aquel escenario fantástico que debe ser el estar a la deriva en alto mar, con gigantescas criaturas en su hábitat natural en una minúscula balsa, sin agua ni comida por diez largos días, y donde cualquier persona por más ducho y acostumbrado que esté debe sentirse un microbio a merced de la buena fortuna, lo que de arranque emociona y atrae es la historia que Luis Alejandro Velasco -aquel sobreviviente quien llega a ofrecer su verdad al entonces periodista de El Espectador- revela, la otra historia que esconde la historia central, tan o más fantástica que la que nos ofrece el título en la portada.

Entonces no es una ficción más del ya entonces famoso escritor colombiano, sino una crónica donde Gabo calza los zapatos de Velasco y desde esa perspectiva nos presenta aquel asombroso naufragio del A. R. C. Caldas con su peculiar estilo narrativo. Fue por este trabajo que tuvo que exiliarse en Europa y también por el que se clausuró El Espectador; eran tiempos del dictador Gustavo Rojas Pinilla.

Al ser tal, tras la lectura, no hay cómo no quedarme con alguna duda de cuánto es historia real, si Gabo insertó algo de ficción en esta obra. No referente al hecho que la historia principal esconde: todos centrados en cómo hizo Velasco para sobrevivir en esas circunstancias, sino al contrabando que el buque colombiano llevaba, motivo real del naufragio y no una tormenta como se hizo saber de inicio, sino a los pequeños e innúmeros detalles que Gabo –desde el prisma de Velasco- nos presenta. Si es una especie de que ésta crónica sea una historia novelada ¿por qué sólo sabemos de Velasco como un personaje y no como el autor de la obra? Sólo ese detalle me deja en duda cuán verídica sea toda esta fantástica historia.






Hace poco leí con no menos placer La expedición de la Kon-Tiki del noruego Thor Heyerdahl, y comparada con ésta situación –el naufragio de Velasco- hay muchas similitudes, pero lo único que llama mi atención es que mientras el noruego y su tripulación no naufragaron, se hicieron a la mar conscientes de sus limitaciones y peligros arriesgando sus propias vidas aquí Velasco fue víctima del destino, puesto en estas terribles circunstancias de una manera repentina e inesperada, y entonces, mientras Heyerdahl estaba atento a cada ruido, a cada ola, a cada cambio de marea, de viento, anotando todo en su precaria bitácora, sacando fotografías, incluso filmando, ya Velasco su única preocupación era mantenerse vivo, poder atrapar algo para comer, expuesto a la insolación –no que el Pacífico le haga honor a su nombre pero en medio del Caribe deben ser otras y quizá hasta peores las circunstancias-, y aun así recordar todo de manera tan detallada. O él mismo inventó algunos detalles, o García Márquez puso algo o mucho de su propia cosecha.

Pero eso es sólo un detalle que no minimiza el placer de leer de un tirón este fino ejemplar, muy bien estructurado, con la intriga presente en cada página a cada término de un capítulo, lineal, cronológico, parece simple y ahí está la trampa, no lo es. García Márquez demuestra algo que en nuestros días –salvo contadas excepciones- parece una utopía, un oasis en medio del desierto, de que el periodismo puede ser un arte. Leer a García Márquez es hacerse un favor a uno mismo. 




Stinkfoot - Frank Zappa

Este tema forma parte del programa elaborado, dirigido y editado por el genial Frank Zappa llamado "A token of his extreme" grabado el 27 de agosto de 1974 y que incluyen animaciones no menos geniales de Bruce Bickford. ¡Una joyita!

martes, 11 de junio de 2013

Colombia 2 Perú 0 - Eliminatorias Brasil 2014


De regreso a la realidad, más con la victoria de Uruguay sobre Venezuela en calidad de visita. Yotún no puede darle con el brazo al rival en el área, ni Zambrano hacerse expulsar tan tontamente. Lo bueno -si es que hay algo bueno- es que los dos siguientes partidos son contra esos dos países que son los que también pelean ese cupo, y Venezuela todavía no tiene fecha de descanso, claro, todo pasa por ganar esos dos partidos; en setiembre se debe decidir esto del repechaje, ahí acabará el sufrimiento. 

jueves, 2 de mayo de 2013

El otoño del patriarca, Gabriel García Márquez



Año de publicación : mayo de 1975

Presente edición : Editorial Sudamericana, tercera edición, junio de 1975


Leer la presente obra del maestro García Márquez es experimentar un complejo ejercicio que difícilmente encontraremos como lectores en cualquier otra obra de cualquier otro autor, ya que nos la presenta a manera de un enorme monólogo donde los puntos son tan escasos, teniendo las comas un papel muy importante en esta singular estructura, estilo que imprime mucho vértigo al acontecer de los hechos, teniendo puntos muy altos y haciendo gala de un fino humor cuando desarrolla algún proceder absurdo por parte del dictador, aunque generalmente los procederes de los dictadores –y de los prospectos de dictadores- en la vida real son todavía más absurdos que en cualquier ficción, aquí encontraremos desde el encarcelamiento de una persona quien el dictador conoce pero no recuerda de dónde, así que, aturdido por esa imprevista fragilidad de su memoria lo manda detener hasta que el recuerdo regrese a él, cosa que no sucederá en décadas, o el burdo sistema de sorteo de loterías utilizando niños que previamente fueron instruidos para coger las bolillas más frías y así timar al país entero, pero para esconder el fraude decide mantener rehenes a los niños utilizados en cada sorteo hasta no tener más lugar donde albergar tantos niños, destinándoles un terrible final, pero esta mezcla de comedia con tragedia que rinden grandes trechos hace que haya también momentos algo más parcos en el transcurso de la trama, momentos menos grandiosos que no eclipsan el todo en esta obra vanguardista para su época, tal vez también para la nuestra, eso sí, esta lectura es como una montaña rusa, por muchos momentos es muy rápida pero también en otros se hace muy largo y hasta parece inacabable puesto que no hay cortes en los diálogos ni cuando cambia de narrador, son renglones enteros que abarcan todas las hojas completas, así que hay que tenerle algo de paciencia, hubo veces que llegué a perder el hilo de esta enredada madeja teniendo que regresar una página para saber en qué momento cambió el narrador pues Gabo alterna diferentes ópticas de sus personajes sin cambiar de conversa, y cuando menos lo percibo ya estoy en el parecer de algún subalterno del dictador, quienes lo obedecen sin chistar, hasta cuando éste pregunta la hora le responden: las que usted ordene mi General; o de su amante y luego esposa Leticia Nazareno, quien con sus artes no sólo lo conquistará sino que pasará primero a sesgar las decisiones del dictador para luego prácticamente ser ella quien mande a través del marido, lo que le agenciará muchos enemigos y un trágico final; o el parecer de la sacrosanta madre del patriarca, Bendición Alvarado, a quien parece estar unido con un lazo más fuerte que el cordón umbilical, incluso canonizándola tras su muerte, para alegría de los fieles devotos con que la ahora santa ya contaba; como en la vida real toda dictadura por más absurda que sea tiene sus seguidores, y no son pocos. Una persona que llegó al poder por esas vicisitudes de la vida, quien se esmera en suplantar a Dios y la mayor parte del tiempo se la cree, lo disfruta, hasta encontrar en Patricio Aragonés, su doble, la soberbia sinceridad que lo despierta del marasmo y poder percibir que los que están a su alrededor lo sobrellevan, y que en realidad está totalmente solo.



El problema de no empezar cronológicamente con la obra de un autor es que con esta manera de escribir la sorpresa no llega a ser tan grande pues ya había encontrado este estilo en el relato “El último viaje del buque fantasma” del libro “La triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada” relato que también está estructurado a manera de un gran monólogo, hilado finamente con comas, pero claro, aquel es un relato y ésta una novela de 271 páginas.

Ante tantos nuevos autores y obras de diversa índole en los estantes de las librerías siempre es gratificante encontrarse con un libro –y en una edición antigua en muy buen estado- tan ambicioso como éste, con todo el genio de este colombiano universal. Sólo faltó que en una capilla chiquitica llegue al encuentro del patriarca un pajarito revoloteando y aleteando chuchuchuu…, chuchuchuu…, chuchuchuu…, y trine, parándose en una viga de madera, y que el patriarca le responda también con un silbido, y tras un cruce de penetrantes miradas alce vuelo, para que luego el dictador interprete esos trinos como un designio, como una bendición; ahí sí, éste libro, además de maravilloso, sería profético.

viernes, 9 de septiembre de 2011

El dolor de Colombia, Fernando Botero



El Museo Oscar Niemeyer (MON) acogió la muestra “Dores da Colômbia” de Fernando Botero (Medellín, 1932) que está recorriendo algunas ciudades brasileñas. Ya de entrada te encuentras con seis gorditos amontonados en medio de un gran charco de sangre y otro que está en plena caída, mientras es atravesado por una ráfaga de balas; nosotros entrábamos en cuanto una garota salía, soltando una respiración que parecía contenida: “poxa…, que forte!


















Sí pues, la muestra toda es fuerte, y podría engañar a cualquiera. Me refiero a que esa violencia que Botero nos grafica y presenta lamentablemente se encuentra también en ciudades como Lima, São Paulo o Río de Janeiro (por más que la prensa local aquí se esfuerce por llamarla a esta última de “Cidade Maravilhosa” (“Ciudad Maravillosa”), probablemente en otras ciudades latinoamericanas y de Estados Unidos, en mayor o menor medida, violencia es lo que no falta; este no es un mal que solamente sufre Colombia, pero, cuando el visitante sale de esta enorme sala, por lo menos aquí en Curitiba, pareciera que sale con la idea de que Colombia es la sucursal del infierno. En esas tres ciudades arriba mencionadas encuentras lugares, sabores, aromas, personas que realmente hacen diferente e inolvidable el viaje y la visita, pero no puedes ir tan tranquilo y campante como si se caminase por Tokio o Nagoya; Colombia debe ser igual, y los visitantes (por lo menos los latinoamericanos) tendríamos que tener el cuidado de no catalogarla tan ligeramente de violenta, sin antes pensar si nuestros respectivos países están exentos de violencia.












"El cazador"



















"El desfile"
















Las 67 obras creadas entre 1999 y 2004 están divididas en 36 dibujos, 25 pinturas y 6 acuarelas, que luego de estar en Brasilia y Curitiba serán expuestas en Río de Janeiro y finalmente en Salvador.















“Sólo deseo dejar el testimonio de un artista que vivió y sintió su país y su tiempo. Es como decir: “miren la locura en que vivimos.”


Al igual que con la muestra de Guayasamín el año pasado aquí encontramos muros con diversas frases del artista intercaladas entre sus obras.

























Secuestrados; una mujer con su hijo en brazos siendo acuchillada; una caravana de ataúdes acompañada desde el cielo por un ave de rapiña; cuerpos mutilados, devorados por buitres; gente que tiene que abandonar su lugar, quizá por amenazas, pero que lleva en su equipaje a la muerte: en esta sala no hay esperanza, hay una dura realidad, una realidad latinoamericana y no sólo colombiana, que a veces quisiéramos tapar, esconder, pero que infelizmente no podemos.

















jueves, 1 de septiembre de 2011

El coronel no tiene quien le escriba, Gabriel García Márquez



Año de publicación : 1961
Editorial : Anagrama
Año de esta publicación : 1993



Ya de inicio el gran Gabo nos envuelve en la profunda miseria a la que destinó a los personajes principales de esta obra: el coronel y su esposa. Él, raspando el fondo del tarro de café intentando rescatar hasta el más mínimo resto de ese polvo que pueda teñir el agua que les servirá de desayuno; ella, sobrellevando las crisis de asma mientras espera un futuro menos duro. Ambos con una fe bárbara en que la próxima vez en que llegue la correspondencia traiga la carta que los haga acreedores de una mísera pensión, pero que hará sus vidas menos desdichadas.

En esta corta obra se respira a cada página pobreza y humillación, al ver a la anciana pareja ir vendiendo cada una de sus pertenencias para tener algo que llevarse al estómago, de ellos y del gallo de pelea que tienen, única herencia de su hijo muerto acribillado. En la absoluta indigencia y en medio de esa triste realidad el coronel alimenta una esperanza monomaníaca en el ave, pensando en obtener más lucro en un futuro cercano, obligándose, y a su esposa junto con él, a observar cómo el poco dinero que obtienen por las primeras peleas ganadas es destinado a alimentar al gallo, mientras ellos pasan hambre.

Hay una máxima que dice que la mejor oportunidad de negocio está en medio de la pobreza. Así, el compadre del coronel, don Sabas, quiere aprovechar el instante de flaqueza del anciano al querer vender su tan preciada ave. Le ofrece menos de la mitad de lo que inicialmente le había comentado que podría obtener, sin interesarle el malestar y la desmotivación que esto causaría en “su amigo”.

La esposa, al borde de la desesperación baraja la idea de vender el gallo, o hasta hacerlo el ingrediente principal de una comida que hace mucho no saborean, pero la terquedad de su esposo se mantendrá firme, haciendo valer su negación. Es notorio que el coronel quiere realizar lo mejor, para él y su mujer, arriesgando todo –en este caso es todo, literalmente- al bienestar del animal, pero también ansía ese suceso que le haga recuperar esa dignidad que él sabe perdida, aunque aparente gravedad y cierto lustre ante sus vecinos.



Es increíble y reconfortante que en medio de esa miseria encontremos una muestra del amor que el coronel tiene a su mujer: ante el cuestionamiento de ella por saber si él ya desayunó el coronel miente, y aunque sienta nacer en sus tripas hongos y lirios venenosos le cede la única taza con el líquido ralo que hay por beber: ¡eso es amor!

Hay mención del coronel Aureliano Buendía, lo que hace a este libro algo así como una ramificación de la obra cumbre del autor que posteriormente a esta sería publicada: Cien años de soledad. Sería más interesante, como en el caso de Vargas Llosa, poder leer en orden cronológico las obras de este colombiano universal; lamentablemente eso no se podrá realizar.

No será la mejor obra de García Márquez, pero su encanto radica en esa compleja simplicidad con que estructura esta historia.

lunes, 20 de diciembre de 2010

La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, Gabriel García Márquez




La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada; Editorial Hermes 1972.


Siempre que leo, descubro, o redescubro algo sobre Vargas Llosa, me nace ipso-facto la acción casi inconsciente de hacer lo mismo con algo referente a García Márquez, y viceversa. Aunque ellos decidan continuar peleados, yo los junto, los amisto, mediante sus obras, al final, son dos maestros de la literatura latinoamericana. Tenemos el lujo de tenerlos vivos -al igual que Carlos Fuentes, otra “fiera”-, y disfrutar de cada artículo, discurso, u obra que editen.

Los cuentos que conforman esta obra fueron escritos en diferentes momentos, y editados en conjunto bajo el título del relato que cierra este libro. Esta obra fue lanzada simultáneamente en cuatro casas editoriales en diferentes países: la española Barral Editores; la argentina Editorial Sudamericana; Monte Ávila Editores, de Venezuela; y la que poseo, la mexicana Editorial Hermes, todas respetando el mismo diseño y carátula. Dos de estos cuentos que aquí aparecen (el primero y el quinto) fueron editados -entre otros de Gabo- por separado, a finales del siglo pasado en una cuidada edición por Editorial Norma, e ilustrada magistralmente por la escritora e ilustradora española Carme Solé Vendrell. La edición brasileña de esta empresa fue publicada por Editora Record a inicios de este siglo, manteniendo la misma calidad al igual que su par en castellano.

En “Un señor muy viejo con unas alas enormes”, escrita en 1968, Pelayo comparte su asombro con Elisenda, su mujer, al encontrar aquel personaje del título atrapado en medio del lodazal, cual polilla en un par de gotas de agua, en vanos intentos por ponerse en pie; tienen un ángel entre ellos, y sacarán partido de esa divina visita.




El mar del tiempo perdido”, data de 1961, es el cuento más antiguo de este conjunto. Tobías primero, y luego el pueblo todo sentirán en el ambiente un profundo olor a rosas. Herbert, autoproclamado el hombre más rico de la tierra, llegará a ese pueblo con la intención de solucionar los problemas de los pobladores a cambio de singulares pedidos. El señor Herbert caerá en un profundo y largo sueño, y, al despertar, ante la pobreza que los rodea, invitará a Tobías ir con él a buscar comida al fondo del mar, encontrando algo inimaginable.

En “El ahogado más hermoso del mundo”, de 1968, unos niños juegan inocentemente con una masa, enredada en algas y otros restos que el mar varó, sin saber que era un cadáver. El pueblo era tan pequeño que supieron rápidamente que el muerto no era de ellos, sin embargo, al descubrir la máscula belleza de aquel fiambre hará que los pobladores lo adopten como suyo, rindiéndole honores y manteniéndolo en sus recuerdos en el futuro, dejando de ser un “NN” y pasando a ser uno de ellos, uniendo y convirtiendo a todos los pobladores en una sola familia.

Con “Muerte constante más allá del amor” de 1970, el senador Onésimo Sánchez conocerá en Laura Farina el amor de su vida. El único problema es que le quedaban seis meses y once días de vida. Nelson Farina, padre de la ninfa, siempre obtuvo un rotundo rechazo ante sus varios pedidos de que el senador le regularice sus papeles, ya que éste ha huido del encarcelamiento que cumplía por descuartizar a su primera mujer. Al saber que el senador está embobado por su hija lo chantajeará, mandándola ante él muy bien trajeada, y protegida.

En “El último viaje del buque fantasma” de 1968, el personaje que narra esta historia ve nuevamente aquello que vio cuando niño y nadie le creyó: un trasatlántico más largo que todo el pueblo y más alto que la torre de su iglesia. Emocionado, y con rabia, intentará guiarlo, ante los ojos de los incrédulos del pueblo, obteniendo así su redención. Esta historia está estructurada solamente con comas (,) El único “punto” que encontrarán en esta historia será el “final”, y aún así, en ningún momento, se siente forzado el hilo de la trama.



Blacamán el bueno, vendedor de milagros”, también de 1968, es junto con el tercer, y el último relato, lo mejor de este conjunto. Blacamán, el bueno, nos narrará los diversos y originales vejámenes que padeció por parte de su antítesis, Blacamán, el malo, y también, cuando todos crean que en un derroche magnánimo, ejecuta el perdón, asistiremos a su dulce venganza.

Finalmente, en el cuento que intitula el libro, escrito en el año en que se publicó esta obra (1972), estamos ante esa abuela que ninguna nieta gustaría tener. Ella, hasta dormida continuaba ejecutando órdenes a la adolescente Eréndira, quien en un fatal descuido acabará incendiando los bienes de la vieja, comenzando así su calvario. Su protectora, con una pasmosa tranquilidad, le augura un doloroso futuro: le pagará hasta el último centavo con el sudor de su piel, sacando inicialmente el mejor precio posible por lo único que ella tenía, su virginidad, para continuar su vida inmersa en el meretricio, que su hábil abuela sabía administrar. Un día, llegará ante su carpa Ulises, un joven de rostro angelical, y ella descubrirá con él que puede sonreír, teniendo un cachito de felicidad. Ulises, bajo la presión de ella, elucubrará diversos planes para libertar a su amada, hasta considerar como una opción válida, el asesinato de la vieja.

La abuela es parsimoniosa hasta cuando le comunica a su nieta de su eterna deuda, y por ende, la eterna esclavización. Sólo cuando tiene que blandir su cayado defendiendo lo que cree de su propiedad -refiriéndose a su nieta, generalmente-, eleva su voz e impone una actitud fuerte. Eréndira es sumisa al máximo: ante todo lo exigido por la vieja ofrece por respuesta un “sí abuela”, pero su personalidad cambiará totalmente al conseguir la tan ansiada manumisión.

En este excelente relato encontramos breves apariciones y/o menciones de personajes de los cuentos que lo anteceden. Así, por ejemplo, aparece el senador Onésimo Sánchez, personaje del cuarto relato, quien firmará una carta garantizando las buenas costumbres y moralidad de la abuela; Ulises declara ser nieto de un hombre con alas: quien debe ser el personaje del primer relato.

Es redundante mencionar, acerca de una obra de Gabo, sobre aquella magia que rodea sus historias: un conejo resucitando con un golpe y saltando por los aires; un mar fosforescente; tener el poder de resucitar a los muertos; sangre verde, oleosa, como miel de menta, etc. Después de leer algún texto de Gabo, dan ganas de leer la Biblia.



Blacamán el bueno, vendedor de milagros

Desde el primer domingo que lo vi me pareció una mula de monosabio, con sus tirantes de terciopelo pespunteados con filamentos de oro, sus sortijas con pedrerías de colores en todos los dedos y su trenza de cascabeles, trepado sobre una mesa en el puerto de Santa María del Darién, entre los frascos de específicos y las yerbas de consuelo que él mismo preparaba y vendía a grito herido por los pueblos del Caribe, sólo que entonces no estaba tratando de vender nada de aquella cochambre de indios sino pidiendo que le llevaran una culebra de verdad para demostrar en carne propia un contraveneno de su invención, el único indeleble, señoras y señores, contra las picaduras de serpientes, tarántulas y escolopendras, y toda clase de mamíferos ponzoñosos. Alguien que parecía muy impresionado por su determinación consiguió nadie supo dónde y le llevó dentro de un frasco una mapaná de las peores, de ésas que empiezan por envenenar la respiración, y él la destapó con tantas ganas que todos creímos que se la iba a comer, pero no bien se sintió libre el animal saltó fuera del frasco y le dio un tijeretazo en el cuello que ahí mismo lo dejó sin aire para la oratoria, y apenas tuvo tiempo de tomarse el antídoto cuando el dispensario de pacotilla se derrumbó sobre la muchedumbre y él quedó revolcándose en el suelo con el enorme cuerpo desbaratado como si no tuviera nada por dentro, pero sin dejarse de reír con todos sus dientes de oro. Cómo sería el estrépito, que un acorazado del norte que estaba en el muelle desde hacía como veinte años en visita de buena voluntad declaró la cuarentena para que no se subiera a bordo el veneno de la culebra, y la gente que estaba santificando el domingo de ramos se salió de la misa con sus palmas benditas, pues nadie quería perderse la función del emponzoñado que ya empezaba a inflarse con el aire de la muerte, y estaba dos veces más gordo de lo que había sido, echando espuma de hiel por la boca y resollando por los poros, pero todavía riéndose con tanta vida que los cascabeles le cascabeleaban por todo el cuerpo. La hinchazón le reventó los cordones de las polainas y las costuras de la ropa, los dedos se le amorcillaron por la presión de las sortijas, se puso del color del venado en salmuera y se le salieron por la culata unos requiebros de postrimerías, así que todo el que había visto un picado de culebra sabía que se estaba pudriendo antes de morir y que iba a quedar tan desmigajado que tendrían que recogerlo con una pala para echarlo dentro de un saco, pero también pensaban que hasta en su estado de aserrín iba a seguirse riendo. Aquello era tan increíble que los infantes de marina se encaramaron en los puentes del barco para tomarle retratos en colores con aparatos de larga distancia, pero las mujeres que se habían salido de misa les descompusieron las intenciones, pues taparon al moribundo con una manta y le pusieron encima las palmas benditas, una porque no les gustaba que la infantería profanara el cuerpo con máquinas de adventistas, otras porque les daba miedo seguir viendo aquel idólatra que era capaz de morirse muerto de risa, y otras por si acaso conseguían con eso que por lo menos el alma se le desenvenenara. Todo el mundo lo daba por muerto, cuando se apartó los ramos de una brazada, todavía medio atarantado y todo desconvalecido por el mal rato, pero enderezó la mesa sin ayuda de nadie, se volvió a subir como un cangrejo, y ya estaba otra vez gritando que aquel contraveneno era sencillamente la mano de Dios en un frasquito, como todos lo habíamos visto con nuestros propios ojos, aunque sólo costaba dos cuartillos porque él no lo había inventado como negocio, sino por el bien de la humanidad, y a ver quién dijo uno, señoras y señores, no más que por favor no se me amontonen que para todos hay.

Por supuesto que se amontonaron, y que hicieron bien, porque al final no hubo para todos. Hasta el almirante del acorazado se llevó un frasquito, convencido por él de que también era bueno para los plomos envenenados de los anarquistas, y los tripulantes no se conformaron con tomarle subido en la mesa los retratos en colores que no pudieron tomarle muerto, sino que le hicieron firmar autógrafos hasta que los calambres le torcieron el brazo. Era casi de noche y sólo quedábamos en el puerto los más perplejos, cuando él buscó con la mirada a alguno que tuviera cara de bobo para que lo ayudara a guardar los frascos, y por supuesto se fijó en mí. Aquella fue como la mirada del destino, no sólo del mío sino también del suyo, pues de eso hace más de un siglo y ambos nos acordamos todavía como si hubiera sido el domingo pasado. El caso es que estábamos metiendo su botica de circo en aquel baúl con vueltas de púrpura que más bien parecía el sepulcro de un erudito, cuando el debió verme por dentro alguna luz que no me había visto antes porque me preguntó de mala índole quién eres tú, y yo le contesté que era el único huérfano de padre y madre a quien todavía no se le había muerto el papá, y él soltó unas carcajadas más estrepitosas que las del veneno y me preguntó después qué haces en la vida, y yo le contesté que no hacía más que estar vivo porque todo lo demás no valía la pena, y todavía llorando de risa me preguntó cuál es la ciencia que más quisieras conocer en el mundo, y esa fue la única vez en que le contesté sin burlas la verdad, que quería ser adivino, y entonces no se volvió a reír, sino que me dijo como pensando de viva voz que para eso me faltaba poco, pues ya tenía lo más difícil de aprender, que era mi cara de bobo. Esa misma noche habló con mi padre, y por un real y dos cuartillos y una baraja de pronosticar adulterios, me compró para siempre.

Así era Blacamán, el malo, porque el bueno soy yo. Era capaz de convencer a un astrónomo de que el mes de febrero no era más que un rebaño de elefantes invisibles, pero cuando la buena suerte se le volteaba se volvía bruto del corazón. En sus tiempos de gloria había sido embalsamador de virreyes, y dicen que les componía una cara de tanta autoridad que durante mucho años seguían gobernando mejor que cuando estaban vivos, y que nadie se atrevía a enterrarlos mientras él no volviera a ponerles su semblante de muertos, pero el prestigio se le descalabró con la invención de un ajedrez de nunca acabar que volvió loco a un capellán y provocó dos suicidios ilustres, y así fue decayendo de intérprete de sueños en hipnotizador de cumpleaños, de sacador de muelas por sugestión en curandero de feria, de modo que por la época en que nos conocimos ya lo miraban de medio lado hasta los filibusteros. Andábamos a la deriva con nuestro tenderete de chanchullos, y la vida era una eterna zozobra tratando de vender los supositorios de evasión que volvían transparentes a los contrabandistas, las gotas furtivas que las esposas bautizadas echaban en la sopa para infundir el temor de Dios en los maridos holandeses, y todo lo que ustedes quieran comprar por su propia voluntad, señoras y señores, porque esto no es una orden sino un consejo, y al fin y al cabo, tampoco la felicidad es una obligación. Sin embargo, por mucho que nos muriéramos de risa de sus ocurrencias, la verdad es que a duras penas nos alcanzaban para comer, y su última esperanza se fundaba en mi vocación de adivino. Me encerraba en el baúl sepulcral disfrazado de japonés, y amarrado con cadenas de estribor para que tratara de adivinar lo que pudiera, mientras él destripaba la gramática buscando el mejor modo de convencer al mundo de su nueva ciencia, y aquí tienen, señoras y señores, a esta criatura atormentada por las luciérnagas de Ezequiel, y usted que se ha quedado ahí con esa cara de incrédulo vamos a ver si se atreve a preguntarle cuándo se va a morir, pero nunca conseguí adivinar ni la fecha en que estábamos, así que él me desahució como adivino porque el sopor de la digestión te trastorna la glándula de los presagios, y después de descalabrarme de un trancazo para componerse la buena suerte resolvió llevarme donde mi padre para que le devolviera la plata. Sin embargo, en esos tiempos le dio por encontrar aplicaciones prácticas para la electricidad del sufrimiento, y se puso a fabricar una máquina de coser que funcionara conectada mediante ventosas con la parte del cuerpo en que se tuviera un dolor. Como yo pasaba la noche quejándome de las palizas que él me daba para conjurar la desgracia, tuvo que quedarse conmigo como probador de su invento, y así el regreso se nos fue demorando y se le fue componiendo el humor, hasta que la máquina funcionó tan bien que no sólo cosía mejor que una novicia, sino que además bordaba pájaros y astromelias según la posición y la intensidad del dolor. En esas estábamos, convencidos de haber burlado otra vez a la adversidad, cuando nos alcanzó la noticia de que el comandante del acorazado había querido repetir en Filadelfia la prueba del contraveneno, y se convirtió en mermelada de almirante en presencia de su estado mayor.

No se volvió a reír en mucho tiempo. Nos fugamos por desfiladeros de indios, y mientras más perdidos nos encontrábamos más claras nos llegaban las voces de que los infantes de marina habían invadido la nación con el pretexto de exterminar la fiebre amarilla, y andaban descabezando a cuanto cacharrero inveterado o eventual encontraban a su paso, y no sólo a los nativos por precaución, sino también a los chinos por distracción, a los negros por costumbre y a los hindúes por encantadores de serpientes, y después arrasaron con la fauna y la flora y con lo que pudieron del reino mineral, porque sus especialistas en nuestros asuntos les habían enseñado que la gente del Caribe tenía la virtud de cambiar de naturaleza para embolatar a los gringos. Yo no entendía de dónde les había salido aquella rabia, ni por qué nosotros teníamos tanto miedo, hasta que nos hallamos a salvo en los vientos eternos de la Guajira, y sólo allí tuvo ánimos para confesarme que su contraveneno no era más que ruibarbo con trementina, pero que le había pagado dos cuartillos a un calanchín para que le llevara aquella mapaná sin ponzoña. Nos quedamos en las ruinas de una misión colonial, engañados con la esperanza de que pasaran los contrabandistas, que eran hombres de fiar y los únicos capaces de aventurarse bajo el sol mercurial de aquellos yermos de salitre. Al principio comíamos salamandras ahumadas con flores de escombros, y aún nos quedaba espíritu para reírnos cuando tratamos de comernos sus polainas hervidas, pero al final nos comimos hasta las telarañas de agua de los aljibes, y sólo entonces nos dimos cuenta de la falta que nos hacía el mundo. Como yo no conocía en aquel tiempo ningún recurso contra la muerte, simplemente me acosté a esperarla donde me doliera menos, mientras él deliraba con el recuerdo de una mujer tan tierna que podía pasar suspirando a través de las paredes, pero también aquel recuerdo inventado era un artificio de su ingenio para burlar a la muerte con lástimas de amor. Sin embargo, a la hora en que debíamos habernos muerto se me acercó más vivo que nunca y estuvo la noche entera vigilándome la agonía, pensando con tanta fuerza que todavía no he logrado saber si lo que silbaba entre los escombros era el viento o su pensamiento, y antes del amanecer me dijo con la misma voz y la misma determinación de otra época que ahora conocía la verdad, y era que yo le había vuelto a torcer la suerte, de modo que amárrate bien los pantalones porque lo mismo que me la torciste me la vas a enderezar.

Ahí fue donde se echó a perder el poco de cariño que le tenía. Me quitó los últimos trapos de encima, me enrolló en alambre de púas, me restregó piedras de salitre en las mataduras, me puso en salmuera en mis propias aguas y me colgó por los tobillos para macerarme al sol, y todavía gritaba que aquella mortificación no era bastante para apaciguar a sus perseguidores. Por último me echó a pudrir en mis propias miserias dentro del calabozo de penitencia donde los misioneros coloniales regeneraban a los herejes, y con la perfidia de ventrílocuo que todavía le sobraba se puso a imitar las voces de los animales de comer, el rumor de las remolachas maduras y el ruido de los manantiales, para torturarme con la ilusión de que me estaba muriendo de indigencia en el paraíso. Cuando por fin lo abastecieron los contrabandistas, bajaba al calabozo para darme de comer cualquier cosa que no me dejara morir, pero luego me hacía pagar la caridad arrancándome las uñas con tenazas y rebajándome los dientes con piedras de moler, y mi único consuelo era el deseo de que la vida me diera tiempo y fortuna para desquitarme de tanta infamia con otros martirios peores. Yo mismo me asombraba de que pudiera resistir la peste de mi propia putrefacción, y todavía me echaba encima las sobras de sus almuerzos y tiraba por los rincones pedazos de lagartos y gavilanes podridos para que el aire del calabozo se acabara de envenenar. No sé cuánto tiempo había pasado, cuando me llevó el cadáver de un conejo para mostrarme que prefería echarlo a pudrir en vez de dármelo a comer, y hasta allí me alcanzó la paciencia y solamente me quedó el rencor, de modo que agarré el cuerpo del conejo por las orejas y lo mandé contra la pared con la ilusión de que era él y no el animal el que se iba a reventar y entonces fue cuando sucedió, como en un sueño, que el conejo no sólo resucitó con un chillido de espanto, sino que regresó a mis manos caminando por el aire.

Así fue como empezó mi vida grande. Desde entonces ando por el mundo desfiebrando a los palúdicos por dos pesos, visionando a los ciegos por cuatro con cincuenta, desaguando a los hidrópicos por dieciocho, completando a los mutilados por veinte pesos si lo son de nacimiento, por veintidós si lo son por accidente o peloteras, por veinticinco si lo son por causa de guerras, terremotos, desembarcos de infantes o cualquier otro gesto de calamidades públicas, atendiendo a los enfermos comunes al por mayor mediante arreglo especial, a los locos según su tema, a los niños por mitad de precio y a los bobos por gratitud, y a ver quién se atreve a decir que no soy un filántropo, damas y caballeros, y ahora sí, señor comandante de la vigésima flota, ordene a sus muchachos que quiten las barricadas para que pase la humanidad doliente, los lazarinos a la izquierda, los epilépticos a la derecha, los tullidos donde no estorben y allá detrás los menos urgentes, no más que por favor no se me apelotonen que después no respondo si se les confunden las enfermedades y quedan curados de lo que no es, y que siga la música hasta que hierva el cobre, y los cohetes hasta que se quemen los ángeles y el aguardiente hasta matar la idea, y vengan los maritornes y los maromeros, los matarifes y los fotógrafos, y todo eso por cuenta mía, damas y caballeros, que aquí se acabó la mala fama de los Blacamanes y se armó el despelote universal. Así los voy adormeciendo, con técnicas de diputado, por si acaso me falla el criterio y algunos se me quedan peor de lo que estaban. Lo único que ya no hago es resucitar a los muertos, porque apenas abren los ojos contramatan de rabia al perturbador de su estado, y a fin de cuentas los que no se suicidan se vuelven a morir de desilusión. Al principio me perseguía un congreso de sabios para investigar la legalidad de mi industria, y cuando estuvieron convencidos me amenazaron con el infierno de Simón el Mago y me recomendaron una vida de penitencia para que llegara a ser santo, pero yo les contesté sin menosprecio de su autoridad que era precisamente por ahí por donde había empezado. La verdad es que yo no gano nada con ser santo después de muerto, yo lo que soy es un artista, y lo que único que quiero es estar vivo para seguir a pura de flor de burro con este carricoche convertible de dieciséis cilindros que le compré al cónsul de los infantes, con este chofer trinitario que era barítono de la ópera de los piratas de Nueva Orleans, con mis camisas de gusano legítimo, mis lociones de oriente, mis dientes de topacio, mi sombrero de tartarita y mis botines de dos colores, durmiendo sin despertador, bailando con las reinas de la belleza y dejándolas como alucinadas con mi retórica de diccionario, y sin que me tiemble la pajarilla si un miércoles de ceniza se me marchitan las facultades, que para seguir con esta vida de ministro me basta con mi cara de bobo y me sobra con el tropel de tiendas que tengo desde aquí hasta más allá del crepúsculo, donde los mismos turistas que nos andaban cobrando al almirante trastabillan ahora por comprar los retratos con mi rúbrica, los almanaques con mis versos de amor, las medallas con mi perfil, mis pulgadas de ropa, y todo eso sin la gloriosa conduerma de estar todo el día y toda la noche esculpido en mármol ecuestre y cagado de golondrinas como los padres de la patria.

Lástima que Blacamán el malo no pueda repetir esta historia para que vean que no tiene nada de invención. La última vez que alguien lo vio en este mundo había perdido hasta los estoperoles de su antiguo esplendor, y tenía el alma desmantelada y los huesos en desorden por el rigor del desierto, pero todavía le sobró un buen par de cascabeles para reaparecer aquel domingo en el puerto de Santa María del Darién con el eterno baúl sepulcral, sólo que entonces no estaba tratando de vender ningún contraveneno sino pidiendo con la voz agrietada por la emoción que los infantes de marina lo fusilaran en espectáculo público para demostrar en carne propia las facultades resucitadoras de esta criatura sobrenatural, señoras y señores, y aunque a ustedes les sobra derecho para no creerme después de haber padecido durante tanto tiempo mis malas mañas de embustero y falsificador, les juro por los huesos de mi madre que esta prueba de hoy no es nada del otro mundo sino la humilde verdad, y por si les quedara alguna duda fíjense bien que ahora no me estoy riendo como antes sino aguantando las ganas de llorar. Cómo sería de convincente, que se desabotonó la camisa con los ojos ahogados de lágrimas y se daba palmadas de mulo en el corazón para indicar el mejor sitio de la muerte, y sin embargo los infantes de marina no se atrevieron a disparar por temor de que las muchedumbres dominicales les conocieran el desprestigio. Alguien que quizá no olvidaba las blacabunderías de otra época consiguió nadie supo dónde y le llevó dentro de una lata unas raíces de barbasco que habrían alcanzado para sacar a flote a todas las corvinas del Caribe, y él las destapó con tantas ganas como si de verdad se las fuera a comer, y en efecto se las comió, señoras y señores, no más que por favor no se me conmuevan ni vayan a rezar por mi descanso, que esta muerte no es más que una visita. Aquella vez fue tan honrado que no incurrió en estertores de ópera sino que se bajó de la mesa como un cangrejo, buscó en el suelo a través de las primeras dudas el lugar más digno para acostarse, y desde allí me miró como a una madre y exhaló el último suspiro entre sus propios brazos, todavía aguantando sus lágrimas de hombre y torcido al derecho y al revés por el tétano de la eternidad. Fue ésa la única vez, por supuesto, en que me fracasó la ciencia. Lo metí en aquel baúl de tamaño premonitorio donde cupo de cuerpo entero, le hice cantar una misa de tinieblas que me costó cincuenta doblones de a cuatro porque el oficiante estaba vestido de oro y había además tres obispos sentados, le mandé a edificar un mausoleo de emperador sobre una colina expuesta a los mejores tiempos del mar, con una capilla para él solo y una lápida de hierro donde quedó escrito con mayúsculas góticas que aquí yace Blacamán el muerto, mal llamado el malo, burlador de los infantes y víctima de la ciencia, y cuando estas honras me bastaron para hacerle justicia por sus virtudes empecé a desquitarme de sus infamias, y entonces lo resucité dentro del sepulcro blindado, y allí lo dejé revolcándose en el horror. Eso fue mucho antes de que a Santa María del Darién se la tragara la marabunta, pero el mausoleo sigue intacto en la colina, a la sombra de los dragones que suben a dormir en los vientos atlánticos, y cada vez que paso por estos rumbos le llevo un automóvil cargado de rosas y el corazón me duele de lástima por sus virtudes, pero después pongo el oído en la lápida para sentirlo llorar entre los escombros del baúl desbaratado, y si acaso se ha vuelto a morir lo vuelvo a resucitar, pues la gracia del escarmiento es que siga viviendo en la sepultura mientras yo esté vivo, es decir, para siempre.