Novelas
nada exemplares, 1959
Editora
Record, 1979
El primer libro
publicado por el maestro del cuento brasileño es este, que tanto alboroto causó
en su momento: no estaban preparados para tanta frialdad. Pareciera que hasta
entonces no habían plasmado la verdad cruda en historia alguna, y al salir esta
obra con sus treinta relatos extraídos de la realidad curitibana, que puede
extenderse a la brasileña y latinoamericana, fue albo de duras reseñas y
feroces críticas que podrían relegar al olvido a cualquier joven escritor, y
más cuando vienen de personajes tan respetados en el ambiente cultural de la
época, como Otto Maria Carpeaux, ensayista y crítico literario austríaco
radicado en Brasil.
En todos los
relatos se percibe que como nunca la ficción está muy unida a la realidad, como
si el escritor hubiese sido testigo presencial en cada historia, para poder
describir los detalles –parpadeos, tics, sudores, olores, hedores, silencios, etc-
más mínimos para las diversas escenas que grafica con maestría.
Aunque todas las
historias aquí tienen su encanto –desde la más pícara hasta la más triste- los
que más disfruté fueron “Pedrinho”
que abre el conjunto, donde la tristeza es total: estremece, abruma, desde un
principio ronda esa ausencia total de esperanza; “João Nicolau” donde nos presenta las vicisitudes del João del
título, un paria, desde su juventud hasta su muerte, relato corto que con mucha
habilidad nos entrega lo peor en la vida de aquel tipo; “La sopa”, en la intimidad de una familia humilde, la señora hará
una confesión al marido, confesión mucho más dura que una infidelidad; “Penélope”, donde los silencios llegan a
ser ensordecedores.
Algo en común
entre todos los relatos es esa tristeza y desánimo que hay en los personajes
aunque ante un tercero parezcan felices, normales. Son esos momentos más tensos
y duros por los que todos pasamos en alguna etapa de la vida los que Trevisan
llega a “cazar” y plasmar en sus
historias.
Al repasar lo
que el escritor Carlos Heitor Cony –quien se manda con la reseña e información
en las lengüetas- indica, imagino que lo que Carpeaux hizo con su crítica, sin
querer, fue atraer la atención de la gente, despertando la curiosidad por saber
quién era éste loco por quien el “maestro
Carpeaux” –como lo llama Cony- dedicaba tiempo en este libro.
El maestro
Trevisan sigue en pleno proceso de creación y lo que es mejor, publicando: en
el 2011 salió su último libro de cuentos “O
anão e a ninfeta” (“El enano y la
ninfa”); yo por ahora sigo descubriendo sus obras más antiguas, conforme las
vaya encontrando.
Pedrinho
El niño jaló la
falda de la mamá quejándose de un dolorcito de cabeza. Bueno, que vaya a jugar
con el hermano; jugando el dolor pasaba. Ella ya estaba atrasada con la cena.
La familia
reunida alrededor de la mesa.
-
- ¿Dónde
está Pedrinho? – preguntó el papá.
-
- Jugando
allá afuera – respondió la mujer.
-
- No
con nosotros – añadió el hermano.
La madre se
asomó por la ventana:
-
- Vecina, ¿no vio a Pedrinho?
Regresando del
cuarto el hermano contó que Pedrinho estaba allá, en la oscuridad, él, el más
miedoso de la familia.
-
- ¡Echado
con zapatos, mi hijo!
El niño tenía
los ojos abiertos en la obscuridad. El papá encendió la luz, le alisó el
cabello, le descalzó el zapato de suela ahuecada.
-
- Quiero
unas zapatillas, papá.
- - Después
te las compro. ¿Te duele?
- - Un
poco.
-
- Tu
mamá te traerá una sopita.
Él lloró que no,
con los ojos fijos en la lámpara.
-
- No
mires hacia la luz, mi hijo.
El niño pidió
para que la apagase.
-
- ¿No
tienes miedo?
Sábado frio, con
garúa. El papá llevó en los brazos a Pedrinho hasta la farmacia de la esquina.
Resfriado, sentenciaba el farmacéutico, después de espiar en la lengua del
niño. Recetó un jarabe, una cucharada cada dos horas.
El domingo
Pedrinho no quiso salir de la cama. El hermano se cansó de jalarle el cabello,
él ni lloró. El papá abrió la ventana.
-
- ¿No irás a jugar, Pedrinho?
Susurró bajito
que no.
-
- ¿Todavía
con el dolor de cabeza?
-
- Sólo
un poquito.
-
- ¿Qué
cuente una historia?
El niño fijaba
los ojos en la lámpara apagada. No hizo ni una pregunta, prueba de que no
escuchaba. Allá afuera el hermano corría a los gritos. En el almuerzo tomó
sopita, por la tarde pestañeó. La madre cosía al lado de la ventana, y, para
saber la hora del jarabe, iba a mirar el reloj en la sala. El reloj estaba
antes en el cuarto, hasta que el niño hizo señal con la mano, de un día para
otro muy pálido.
-
- El
reloj mamá. Duele…
El tic-tac le
estremecía la cabeza. La mamá alejó el reloj y, de dos en dos horas, daba a
Pedrinho una cucharada del segundo vidrio del jarabe. El niño con la mirada
fija en la lámpara.
De la cocina la
mamá escuchó que la llamaba:
-
- Agua,
mamá. Agua.
-
- ¿Duele
la cabeza mi hijo?
Que sí, con el
párpado, bajándolo en el ojo vacío. Tanteaba distraído en el aire. Ella le
dirigió la mano que se cerró en el vaso.
La luz
encendida, Pedrinho lloriqueaba. Fue enrolado una hoja de papel alrededor de la
lámpara. El papá tocó la puerta de la farmacia. El niño no estaba bien, tenía
mucha fiebre, y aquel dolorcito en la cabeza.
-
- No
es nada – dijo el farmacéutico. – Es gripe. Es igual a mi bronquitis – y
comenzó a toser, llevando la mano a su boca desdentada.
Al día siguiente
el niño no quiso almorzar. La mamá le ponía el vaso en la mano: él bebía, con
los ojitos cerrados. De la cocina ella escuchó:
-
- André, dame la pelota. ¡Mamá…! Mira a
André.
Llegó a la
puerta con el secador en las manos.
-
- ¿Qué
pasa mi hijo?
-
- Nada,
mamá.
-
- ¿Su
hermano está aquí en el cuarto?
-
- No
mamá. Era una broma.
La mujer regresó
a la cocina.
-
- André,
dame la pelota. ¡Mamá…! André no quiere. ¡André me está jalando el cabello
mamá!
Ella corrió
hasta la esquina, vino con el farmacéutico.
-
- Don
Juca, ¿no cree que pueda ser …?
-
- ¡Qué
esperanza, doña!
Levantó con
cuidado la cabeza del niño.
-
- ¿Él
se quejó?
-
- No.
-
- ¿Vio
usted? Si fuese aquella enfermedad,
gritaría de dolor.
-
- No
para de gemir, el pobrecito.
A las seis, del
regreso del trabajo, el papá entró en el cuarto.
-
- Él
gimió el día entero – advirtió la mujer.
-
- ¿Qué
tiene mi machito?
-
- Dolor,
papá.
-
- Ya
pasa mi hijo.
No se movía en
la cama, muy grande para él, de ojos abiertos en la obscuridad. Lloriqueaba,
hasta dormido. El papá saltaba de la silla. Venía a acariciarle la frente:
ardía.
Por la mañana
pidió las canicas coloridas. Se agitaba con ellas debajo de la sábana.
Al retornar del
trabajo, el papá vio desde la esquina a los vecinos delante de la casa.
-
- ¿Por
qué demoró tanto hombre de Dios?
La mujer lloraba
en pie, con la cabeza apoyada en la pared. Una vecina restregaba vinagre en los
pulsos del niño desmayado. El papá se inclinó en la cama, el niño puso los ojos
blancos.
-
- ¡Pedrinho…!
¡Pedrinho!
Rechinaba los
dientes que ni ataque de perros. Morado de tanto retorcerse, el cuerpo en arco
desde la nuca hasta los talones. Después de cada convulsión cerraba penosamente
los ojos. Una mosca vino a importunarlo, retiró la mano de la frazada para
espantarla. Ella le andaba por el rostro, el niño daba golpes en la oreja. El
papá le alisó el cabello sin ver la mosca.
-
- Pss…,
pss… Duerme hijito.
Con sed, el
chibolo con los labios agrietados. Empezó a gemir, no dejó que le inclinasen la
cabeza, volteándola en la almohada. Cerraba la mano vacía sin alcanzar el vaso.
De súbito un salto en la cama.
-
- Desvariando,
el pobre – dijo la vecina.
Aquella mosca
empezó a volar, él la espantaba con la mano libre. El papá le agarró los dedos.
-
- Pss…,
pss…
La mamá le
inclinó la cabeza y Pedrinho gritó. De noche, el niño de ojos perdidos en la
lámpara. Con el papel de color verde no le dolían los ojos. La mujer salió del
cuarto, el papá agitó la mano delante del rostro de su hijo: estaba ciego.
A las once horas
el niño gimió de nuevo:
-
- ¿Te
duele mi hijito?
Tieso en la
cama, los ojos presos en la lámpara. El papá llamó a la mujer, ni bien vio al
hijo, ella se echó a llorar. Se debatía con la mano libre, un gemido allá en lo
hondo. Tragando en seco, agitaba la cabeza en la almohada mojado en sudor. La
boca chueca quería morder la oreja como un perrito muerde sus pulgas.
La mamá rezaba de
rodillas al lado de la cama. Pedrinho de ojos quietos. Ella soltó un grito:
-
- ¡Murió…..!
¡Mi hijito murió!
-
- No
llore, mujer. Soy el papá, y no estoy llorando.
Con la ayuda de
un pariente el papá lo bañó. El niño permaneció duro sobre la tina, no pudieron
sentarlo en el agua. Después la mamá lo vistió, ni era domingo; pantalón azul,
camisa blanca, con saco, como un hombrecito. No calzó los viejos zapatos. Lo
abrazó tan fuerte, quería ser enterrada con él en el mismo cajón –el hijo tenía
miedo a la oscuridad.
Se acurrucó en un lado, encendió un cigarro. El cigarro cayó de la boca, y se le partió el corazón en siete pedazos.
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