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viernes, 2 de febrero de 2018

Vienen los chilenos, Guillermo Thorndike





Editora : PromoInvest

Año de publicación : 1978




Me había propuesto leer la tetralogía “La guerra del salitre” de Guillermo Thorndike en menos de un año, pero ciertamente fue una empresa difícil de concluir.

Así como con las otras dos publicaciones que la anteceden, con “Vienen los chilenos” (tercer y penúltimo libro) hay que hacer de tripas corazón puesto que si ya el anterior libro te transporta al puerto de Pisagua en Tarapacá, aquí inicia con la incertidumbre de una muy probable ocupación de Arica, Tacna, y Moquegua, con grandes chances de derrota, largados al sacrificio, y donde los personajes de Alfonso Ugarte (créanme, es muy escueto, romántico e injusto resumir a escolares “se lanzó del morro en su blanco corcel para evitar que el enemigo cogiera la bandera”, y no mencionar aquel liderazgo que tenía para motivar gente relegada al olvido, de quien se refería a su tropa como “mis cochabambinos”, olvidándose del hambre, sed, cansancio, para defender algo que a todas luces estaba perdido); y de Francisco Bolognesi (quien podría estar en cualquier lugar del Perú, inclusive del mundo, observando desde lejos cómo se desangra la patria, cómo la desangran –y no me refiero a las tropas chilenas-, sabiendo que su esfuerzo sería casi nulo, y la muerte un lugar común para todos ellos, y qué muerte. Esas páginas de sus últimos momentos son bien gore.

Ya sabemos que una guerra no es tan romántica como nos la quieren hacer ver, pero leer estas páginas donde bayonetas entran en la carne como un cuchillo en mantequilla, donde el olor a pólvora se mezcla al de la sangre, donde gritos de desgarro se confunden a los producidos por las armas…. ¿Cuántos de sus similares en rango en la actualidad harían lo que ellos hicieron? Los sentimos tan humanos, como nunca antes nos lo enseñaron en los libros de escuela, enfrentando el abandono del gobierno central, y el natural recelo y pesimismo de los locales.

Otros personajes de nombre con menor pompa (nuevamente, en los libros de historia escolares) pero de igual valía, en aquel que se iba tornando un siniestro territorio, son el Teniente Coronel Ricardo O’Donovan, el Coronel Eleodoro Camacho (Jefe del Ejército Boliviano), el Teniente Coronel Roque Saenz Peña, quien luchó como voluntario al lado los peruanos, y que años más tarde sería presidente de su país, Argentina; Rafael Sotomayor, Ministro de Guerra de Chile, quien junto a trece mil de los suyos desembarcaron tranquilamente en Ilo y Pacocha sorprendidos de la facilidad de su arribo y de ser localidades abandonadas pero plenamente abastecidas con agua, huertas y hasta con la locomotora Huaracani a su disposición; el Coronel Isaac Recabarren, quien vendió sus propios bienes para vestir y alimentar a sus tropas, llegando a ser preso -¡gracias Piérola!- en Arequipa por formar un ejército e intentar auxiliar a las tropas abandonadas a su suerte en Arica; el Huáscar es ahora el enemigo, y junto al Matías Cousiño mantienen Arica rodeada. Al mismo tiempo la vieja corbeta Unión se camufla en la niebla consiguiendo enviar una falúa con ocho marineros al Manco Cápac, con un cargamento de desánimo y sorpresa, para regresar a bordo de la vieja Unión, e inclusive esquivar nuevamente a los buques enemigos, pudiendo llegar posteriormente al Callao. Las peripecias de los tripulantes en esas horas infames cargados de impotencia porque así lo quiso el dictador peruano, Piérola.




Si algo derrocha este libro en sus 420 páginas es misterio, incertidumbre, y mucha, mucha adrenalina. Aquí está la verdadera historia de aquellos a quienes tan románticamente conocimos de pequeños, pero que rara vez nos mencionaron sobre la podredumbre del gobierno central que los relegó a una masacre, y junto con ellos a todo esas ciudades y poblaciones respectivas.

A diferencia de los otros dos, al terminar la presente obra me dieron ganas de querer ya empezar con el último tomo, donde el Callao y Lima son los siguientes lugares a ocupar. Ahí experimentaré aquello que solo un ciudadano de Moquegua, Tacna, y tal vez Arica pueda sentir con éste tercer libro. Ver retratada las calles y lugares comunes pero en aquella época y en aquel ambiente. 
Pero esa ya es otra historia.


Bonus Track:

Algo que ya se sospecha desde el primer libro queda claro al finalizar este tercer tomo: ¿Crees realmente que la Guerra del Pacífico fue entre Chile x Bolivia y Perú?

lunes, 15 de junio de 2015

El viaje de Prado, Guillermo Thorndike





Editora : Libre 1

Año de publicación : 1977




Si la historia de “1879” transcurría en su mayoría en alta mar, y teniendo como colofón la derrota en el Combate Naval de Angamos, la muerte del Gran Almirante Miguel Grau Seminario, y la captura del monitor Huáscar, éste segundo volumen de la tetralogía denominada “La guerra del salitre” del periodista Guillermo Thorndike desarrolla la campaña terrestre, y nos sitúa desde el inicio con el desembarco de las tropas chilenas en el –entonces- próspero puerto peruano de Pisagua, en la provincia de Tarapacá. El libro comienza muy bien, con los pormenores de la invasión y los esfuerzos –de un solo lado- de la tropa aliada en contener el inminente avance del ejército sureño. Thorndike no se guarda nada: desde los telegramas, explicando a través de sus personajes los planos de la alejada zona, la estrategia a ser utilizada, la inexplicable carencia de recursos para embarcarse en una guerra.

Partiendo de hechos reales Thorndike nos lleva de la mano haciéndonos ingresar al meollo de la guerra con Chile, en medio de la brutalidad ejercida por ambas partes; en ésta tragedia hay espacio para momentos conmovedores: como la valerosa acción e impresionante desempeño del Batallón de los Cabitos, prácticamente niños, que con armas que mal podían llevar a cuestas llenaban de orgullo y asombro al entonces Coronel Andrés Avelino Cáceres. Sin querer minimizar un ápice el desempeño de aquellos jóvenes, imagino que Thorndike debe haber puesto de su cosecha al describir las hazañas de aquel grupo que era visto inicialmente como carne de cañón, y que finalmente sorprendería al más experimentado militar de aquel tiempo. Conmueve presenciar –y es que la narración de Thorndike me sitúa en medio de la batalla, no es exagero- a 
los sobrevivientes de un famélico ejército peruano, que, tras vencer la Batalla de Tarapacá observaban el moderno arsenal que la tropa chilena dejaba a costa de su sangre, y no poder llevarla consigo por carecer de fuerzas, medios y recursos para tal fin, abandonándola en aquel hostil y lejano territorio. En estas líneas uno puede ver al ejército boliviano comandado por Hilarión Daza en Camarones, retirándose hacia Arica, importándoles un bledo alianza alguna, negándose unirse al grupo liderado por el General peruano Juan Buendía. Tras la lectura de este segundo libro queda claro que el gobierno peruano nunca debió firmar alianza alguna seis años antes. El gobierno de Bolivia es pintado tan o más desordenado que el peruano, y aún así nadie avizoraba una posible catástrofe, nadie se atrevía siquiera a sugerir el cortar aquella absurda alianza con ellos. Queda claro que entre los países no hay ni debe haber amistad, y sí intereses, a diferencia de los pueblos/personas, donde sí puede germinar y cultivarse una amistad. El Perú pagó caro esa inocencia de los gobernantes de turno. 

Para los personajes de este libro Grau es un recuerdo reciente, y el remodelado monitor Huáscar, ahora enarbolando una bandera chilena hería tanto o más en el orgullo que el fuego enemigo en la propia carne. Un país –el Perú- nada preparado para una guerra, con un aliado timorato: dos ciegos directo al abismo, como jóvenes países en sus primeros escarceos bélicos. Thorndike no transmite la intención de realizar una hagiografía de los héroes patrios peruanos, y, como en el volumen anterior, deja claro que los verdaderos enemigos estaban dentro del país. Por ejemplo, en este libro se puede notar fácilmente la satanización de la figura de Nicolás de Piérola, y su obscura alianza con la Casa Dreyfus & Hnos. encabezada en aquel entonces por Auguste Dreyfus. Piérola era Ministro de Hacienda del gobierno Balta cuando se firmó el conocido “Contrato Dreyfus” y aquello se toca como un recuerdo desagradable. Ya en el escenario de este libro Piérola es el insurrecto quien da el golpe de estado tras el inocente –que al Perú le sobraban inocentadas en los altos mandos por aquel tiempo- viaje del presidente Mariano Ignacio Prado al extranjero en plena guerra con Chile, viaje al que hace referencia el título. Lo que por muchos es visto como traición, al parecer –por la lectura de esta obra- todo hace indicar que en realidad Prado guardaba esperanzas en sus acciones diplomáticas en el extranjero, en poder hacerse de nuevos blindados para encarar una guerra a todas luces perdida. Aparentemente su buena intención era cierta, pero su objetividad era nula, eligiendo la peor de las opciones para el país en aquel momento, siendo el escenario ideal que Piérola buscaba y Dreyfus también. 






A diferencia de la obra que la antecede aquí no hay un personaje que eclipse a otro, aunque encontremos a Francisco Bolognesi, Alfonso Ugarte, Juan Buendía, José María Quimper, Belisario Suarez, Justo Pastor Dávila, el argentino comandante Roque Saenz Peña, quien luchó como voluntario y que años más tarde sería presidente de su país natal, y sobre todo a Cáceres quien aparece más en esta narración, entre muchos otros. Todos alternan sus roles, da la impresión que en éste segundo libro la trama está más ordenada.

Personajes como el Coronel Andrés Avelino Cáceres, bilingüe, de voz ronca, fiero y recio, inclusive por momentos devela una raigambre romántica.

Y ya que menciono a José María Quimper debo destacar la fuerza de su personaje, al igual que el de José Antonio Miró Quesada, director de El Comercio. Ambos personajes al inicio del libro parecen estar en orillas opuestas, en las antípodas. Mientras el primero busca el sigilo de la información, el segundo enciende el fuego en la población con sus furibundos y contundentes editoriales. El destino irónico los juntará hacia el final de la obra, cerrados como un puño, en una sabrosa charla, a manera de confesión en el capítulo titulado “La conjura Dreyfus” (Pág. 411) cuando todo está ya perdido. Quimper aceptando la locura del viaje de su jefe, el presidente Prado, y Miró Quesada preso, con una absurda justificación, viendo cómo la imprenta del decano es clausurada por órdenes de la dictadura de Piérola.

Pero antes de aquel capítulo ya Quimper había protagonizado otro capítulo importante, con otra conversa exquisita, esta vez con el presidente Mariano Ignacio Prado titulado “El general Prado decide viajar” (Pág. 309), donde el autor nos devela a un fragilizado presidente, fuera de sí, donde la única salida posible para él era su viaje al extranjero para hacerse con armas; un perfecto incapaz con plenos poderes.


Un gran análisis, muy descriptivo –entiéndase, muy crudo-, que no llego a encontrarlo perturbador por saber de antemano que estoy ante literatura bélica donde se recrea este trágico conflicto, con una narración por muchos momentos electrizante apoyada en una acuciosa investigación que torna imposible no sentir náuseas por los políticos peruanos de finales del siglo XIX, que es la misma por muchos -tanto en Perú, como aquí en Brasil, dicho sea de paso- en pleno siglo XXI, creyendo yo que éste era un mal contemporáneo. 

Una obra muy recomendada, pero que necesitará de la lectura del primer volumen para una total comprensión de aquel escenario bélico. Tras la pérdida de Tarapacá, con este libro se traspasa el umbral de la tragedia, donde el infierno debe ser poco comparado a lo vivido en aquel tiempo. 

lunes, 16 de marzo de 2015

1879, Guillermo Thorndike





Año de publicación : 1977

Editora : Libre 1




Éste es un claro ejemplo de que se compran libros y el tiempo pasa y pasa y no hay cuándo leerlos. En mi caso nunca las cuatro obras estaban en un mismo lugar, hasta ahora, en Brasil, y enfrentándome a una mudanza más, pero con los otros tres a la mano. No quería leerlos con una distancia de tiempo mayor a un año, así que éste 2015 espero poder hacerlo. Por ahora, me despaché con el primer libro, y las sensaciones al final no son de las mejores.

Valor. Hay que tener valor para enfrentar éste primer libro de la tetralogía denominada “La guerra del salitre” de Guillermo Thorndike; confieso que mis expectativas eran altas. Estoy muy lejos de ser de aquellos chauvinistas disfrazados de nacionalistas; no es por ese sendero que abordaría éste libro, y los otros tres que lo complementan, sería un desperdicio. Nada lo abordo de esa manera, no cultivo ningún sentimiento de odio o incomodidad hacia algún ciudadano chileno, siempre he tenido buenas relaciones con personas de aquel país, desde Japón donde conocí una familia chilena, aquí en Brasil, y claro, en el Perú donde son muchos.

Como bien lo indica el autor al inicio del libro, lo relatado aquí no es una ficción, y él pudo basar su obra desde documentos oficiales de la época, pasando por partes militares y navales, telegramas, despachos de corresponsales de guerra, debates parlamentares, versiones taquigráficas, memorias y cartas de los protagonistas, noticias, anuncios y publicaciones de Lima, Iquique, Santiago, Valparaíso, y Nueva York, hasta menús oficiales del Huáscar y restaurantes donde los variopintos personajes transitan, además de aportar lo de su cosecha, o sea, un sinfín de documentos e información extraída además de bibliotecas particulares como las del Dr. Félix Denegri Luna y el R.P. Armando Nieto Vélez, ambos historiadores quienes también le brindaron asesoría, para poder armar este enorme rompecabezas, que ya hacia la primera mitad del libro siento le pasa factura al autor.

Antes de éste proyecto Thorndike ya era ducho y acostumbrado a realizar obras de "no ficción", como “El caso Banchero” disfrutado hace varios meses atrás, y otras tres obras más del mismo tipo pero ésta muy probablemente fue la de mayor envergadura, me atrevo a pensar mayor a la que él mismo imaginaba.

Es muy interesante saber hasta lo que garfeaba la élite peruana y extranjeros, en contraste con el pueblo en medio de la pobreza, y con un inminente rebrote de viruela en la capital peruana. Y es que una de las cosas interesantes que deja éste primer libro son los contrastes: a lo ya mencionado se suma el valor y patriotismo –muchos de ellos extranjeros en el Huáscar- de gente que prácticamente en harapos y casi sin armas se iban a la guerra, mientras en el Congreso de la República en Lima se explayaban en discusiones por meses acerca de detalles nimios para al final no aceptar los radicales cambios que necesitaba el país para generar dinero para bancar una guerra que el propio gobierno decidió asumir. Poco más de 130 años después el Congreso de la República –no todos, pero en su gran mayoría- sigue albergando gente que sólo busca sus propios intereses. Pero no quiero alejarme del libro.

Cuando Thorndike se embarca en los debates parlamentares ufff…, la obra se torna muy densa. Pero son capítulos necesarios para entender cómo esa bazofia de diputados y senadores –y para mi martirio uno de ellos se apellidaba Mapartida- que teníamos pensaban. “Pensaban” es un decir, porque ante el camino elegido la última cosa que parecían hacer era pensar. Increíblemente nunca imaginaron en perder la guerra. Increíblemente nunca imaginaron que el monitor “Huáscar” sucumbiría ante la numerosa y mejor equipada flota chilena, y menos aún lo que vendría después. Pero no quiero alejarme del libro.

Cuando Thorndike nos presenta los bastidores previos al combate en alta mar por momentos pareciera que tanta información a la mano para su proyecto lo agobiara. Pasa la impresión el no querer dejar ningún dato fuera del contexto de su obra, lo que la torna por un lado muy interesante el saber cada detalle por más mínimo que sea, pero por otro hay muchos trechos que sólo son realizados con frases cortas interrumpidas con un punto. Como telegramas. Aunque dicen mucho del cotidiano de aquella época conturbada, no me es agradable depararme con textos así. El poder hilvanar tantos detalles debió ser una ardua tarea; mucha información en detrimento de la narración. Y si a esto le sumamos algunos errores en tiempos e incluso algunos ortográficos -que pueden ser "los fantasmas"de edición, pero que uno repara más en ellos y llegan a pesar cuando otras cosas como las mencionadas vienen juntas-, las ganas de dejarlo se tornan una posibilidad latente. 


Pero por otros trechos él desarrolla esa prosa atrayente, fluida, una narración impecable por momentos, aquella que me atrapó en la obra sobre Banchero Rossi. Y no sé si será coincidencia o fue algo premeditado, pero entre los muchos personajes que él rescata, da voz y vida, es cuando la figura del Gran Almirante Miguel Grau Seminario aparece que su narración se vuelve más pulcra, limpia. Pareciera que el personaje de Grau acapara no sólo su mayor atención sino una desmedida –y ante los hechos, justificadísima- admiración hacia él. Parece que el mundo en la obra para, y sus mejores esfuerzos literarios regresan para describir sus acciones, por menores que éstas sean: desde castigar a un marinero insolente, al zambo Real Felipe, hasta sus acciones y decisiones en pleno combate; pero no es suficiente. Los innúmeros personajes vuelven a la trama y con ellos la inacabable y rica información que pareciera no saber enlazar a no ser con las ya mencionadas frases cortas.

Mucho pesa para no abandonar el libro la historia sobre las correrías del monitor “Huáscar”, pues estando prácticamente solo –junto a la corbeta “Unión”, de madera forrado en cobre, y con planchas de hierro sólo hasta la línea de flotación- alargó por seis meses la guerra ante la escuadra chilena en mayor número. Grau sabía usarla a su antojo, no sólo su monitor, sino el mar, el clima, cuándo virar, cuándo entrar despacio sin ser percibido. Pero todos sus esfuerzos contrastaban con la dejadez de los parlamentarios y políticos en la capital peruana.







Recuerdo que en Lima, al menos a inicios de los 80’s los niños estábamos acostumbrados a colorear figuras de Túpac Amaru, de Micaela Bastidas, de Grau, de Bolognesi, de Ugarte, a la par con las de Disney. Aquello que nos enseñaron de niño y quedó grabado con fuego en la escuela está plasmado en las páginas 160 y 161 de ésta edición: Grau ordenando salvar soldados chilenos a la deriva en alta mar, para luego darles ropa y comida, de la poca que tenían, desembarcándolos posteriormente en tierra sanos y salvos. ¿Por qué salvarlos si eran enemigos? – recuerdo algunas preguntas de compañeros de clase en primaria, o sea con 8 ó 9 años. -Porque eran personas como tú o yo enfrascadas en una guerra. Y porque Grau era diferente. Es así como deberíamos pensar y actuar.- Más o menos eso respondía el profesor en clase. 

Otro ejemplo: en su búsqueda por la “Abtao”, cargadas con cañones de 150, se deparó con el vapor chileno “Matías Cousiño”, que no fue hundida por ser una embarcación de transporte, dejando que sus tripulantes embarcasen en lanchas primero antes de abordarlo (Págs. 244 al 246). 

La carta dirigida a la viuda del capitán de fragata don Arturo Prat, y el trato hacia la escuadra chilena, desde marineros a altos mandos era de respeto, porque podrían ser enemigos por las circunstancias, pero no se perdía el respeto. Sí, Grau era diferente, así como otros pocos en aquella época. 




Monitor “Huáscar”

                                  Al ancla, Pisagua, junio 2 de 1879

Dignísima señora:


   Un sagrado deber me autoriza a dirigirme a usted y siento profundamente que esta carta, por las luchas que va a rememorar, contribuya a aumentar el dolor que hoy, justamente, debe dominarla. En el combate naval del 21 próximo pasado, que tuvo lugar en las aguas de Iquique, entre las naves peruanas y chilenas, su digno y valeroso esposo, el capitán de fragata don Arturo Prat, comandante de la "Esmeralda", fue como usted no lo ignorará ya, víctima de su temerario arrojo en defensa y gloria de la bandera de su patria. Deplorando sinceramente tan infausto acontecimiento y acompañándola en su duelo, cumplo con el penoso y triste deber de enviarle las, para usted, inestimables prendas que se encontraron en su poder, y que son las que figuran en la lista adjunta. Ellas le servirán indudablemente de algún consuelo en medio de su desgracia, y por eso me he anticipado a remitírselas.

   Reiterándole mis sentimientos de condolencia, logro, señora, la oportunidad para ofrecerle mis servicios, consideraciones y respetos con que me suscribo de usted, señora, muy afectísimo seguro servidor.



                                                             Miguel Grau





Inventario de los objetos encontrados al capitán de fragata don Arturo Prat, comandante de la corbeta chilena “Esmeralda”, momentos después de haber fallecido a bordo del monitor “Huáscar”.

Una espada sin vaina, pero con sus respectivos tiros.

Un anillo de oro de matrimonio.

Un par de gemelos y dos botones de perchera de camisa, todos de nácar.

Tres copias fotográficas, una de su señora, y las otras dos probablemente de sus niños.

Una reliquia del Corazón de Jesús, escapulario de la Vírgen del Carmen, y medalla de la Purísima.

Un par de guantes de preville.

Un pañuelo de hilo blanco, sin marca.

Un libro memorándum.

Una carta cerrada y con el siguiente sobreescrito: “Señor Lassero.- Gobernación Marítima de Valparaíso. Para entregar a don Lorenzo Paredes”.



                               Al ancla, Iquique, mayo 21 de 1879

                               El oficial de detalle

                                                 Pedro Rodríguez Salazar



(Págs 209 y 210) 




Ironías del destino. No sólo todos se conocían en ambos bandos, muchos incluso guardaban un parentesco familiar, como por ejemplo el mismo Grau quien tenía en Óscar Viel y Toro, posteriormente Comandante General de la Marina Chilena, quien estaba al mando de la fragata blindada “Blanco Encalada”, su concuñado. Grau no quería depararse con aquella embarcación, pero sabía que de hacerlo tendría que continuar con su deber. 

Ésta obra es la entrada al inicio de uno de los períodos más difíciles en la historia peruana. Deja claro que los verdaderos enemigos estaban sentados bien cómodos en el poder en Lima, mientras otros valerosos hombres eran mandados al sacrificio, en desproporción de armamentos y suplementos bélicos. Si bien es "no ficción" no deja de ser una novela. Si ben es una novela, no deja de ser parte de la historia. Muy importante e interesante para comenzar a informarse –para quien esté interesado- de una manera algo más relajada que un libro de historia aunque algo más densa que alguna otra obra del mismo Thorndike, por lo menos en comparación con "El caso Banchero". Para tener en cuenta que hechos como los retratados aquí nunca más se repitan. 

lunes, 29 de diciembre de 2014

El árbol del tesoro, Alonso Cueto





Año de publicación : 2011

Editora : Planeta Junior

Ilustraciones : Isabelle Decencière




Hace exactamente un año nuestra hija ganaba este libro, y hace exactamente un año fue que lo leí por primera vez. En una relectura constante que hacemos a Sofía ésta obra estuvo al término de muchos de sus días durante este año que acaba, expuesto al ajetreo inocente que un niño puede imprimir llevándolo, a veces arrastrándolo, de un lado a otro. Felizmente no lo pinta ni lo corta, y no que estemos atento a que no lo haga, parece que simplemente supiese que no se debe hacer eso con un libro.

Desconocía hasta aquel momento que Alonso Cueto hubiese escrito una obra infantil. Niños trabajadores que están acostumbrados desde muy pequeños a alternar sus juegos con trabajo, no sólo está en esta ficción, lamentablemente es una realidad que no muda, más en lugares alejados de las grandes urbes. La de Esteban y su hermana Fernanda es una bella historia que ensalza la amistad y el amor más puro. La amistad de dos tiernos y maduros niños con un árbol que hace parte de sus vidas, que les da no sólo sombra y cobijo, sino que es un recio amigo que aguanta firme sus juegos, un fiel y silencioso testigo de su felicidad en medio de la pobreza. Felicidad interrumpida cuando su madre les dice que tienen que cortarlo para poder venderlo como leña y así paliar en algo sus necesidades por la sequía que no permite a esta familia de campesinos llevar a buen puerto sus acostumbradas cosechas. Y con hacha en manos, cuando llegan a él, lo abrazan fuertemente, disculpándose por lo que estaban siendo obligados a realizar, cuando la sabia naturaleza les pinta otra opción. 




En aquella oportunidad pensaba que a mis 38 años debía estar viejo ya, puesto que aquel diciembre del 2013 intentaba con algo de éxito –yéndome al baño- disimular unas lágrimas que no podía contener. Barajaba si era producto de estar en mi ciudad en el día previo a nuestro retorno, por poder haber visto varios –aunque no todos- amigos y familiares que no veía hace algún tiempo, o hasta quizá por ser mes navideño con mi hija en Lima, pero en la relectura que hacía para Sofía en las noches curitibanas tampoco podía evitar ese nudo extraño que se formaba en mi garganta. Recordaba constantemente cuando estuve en medio de los Andes, y posteriormente también partiendo desde Nauta hacia el corazón de la selva para hacer un estudio de extrema pobreza, una pobreza que quienes no la han visto no se imaginan cuán dura es, y siempre encontrando familias numerosas, gente olvidada por los diferentes gobiernos de turno, con niños siempre con la sonrisa estampada en el rostro, y que, así como Esteban y Fernanda, los personajes de este libro, ellos le dan una importancia extrema al río que los baña y que les ofrece parte de su alimento, a los animales con quienes conviven, a la tierra que pisan y trabajan, a los árboles que los rodean, algunos inclusive considerados sagrados, sentimientos que los citadinos no les damos importancia, que creemos cursi, y que para ellos, sabios, es vital.

Las ilustraciones de Isabelle Decencière merecen mención aparte. Las expresiones de los niños con el viento en contra son tan naturales; la de sorpresa y desánimo cuando su madre les comunica su decisión impresas tan bien en sus ojos y en sus boquitas; la del abrazo final al amigo árbol en la previa de acometer la orden de su madre derrocha mucha sensibilidad. Llego a la conclusión que no sólo es el cuento de Cueto el que me mueve el piso, sino sus ilustraciones que grafican muy bien cada momento de este relato. Me haces llorar. Tus diseños tienen el poder de desnudar una extraña fragilidad.

Inspirado en una historia contada por el hijo –de seis años en aquel momento- del escritor, esta relato de Alonso Cueto conmueve hasta la médula, y ofrece aquella esperanza de que, cuando se cree todo perdido, hay generalmente un camino alternativo con que gambetear al duro destino. Tanto Cueto como Decencière están soberbios. 




Túnel do tempo - Frejat 

Cris gusta bastante de la música de Frejat, el fundador de la antigua banda brasilera Barão Vermelho, con Cazuza en la voz. Tras la muerte del cantor de aquel grupo él comienza su carrera de solista y tiene varios temas con los que engancho, ya Cris en su fan, y a Sofía le encanta ver sus vídeos animados, así que él está en nuestros días y lo llevamos por donde vayamos.   

martes, 16 de diciembre de 2014

Conversación en La Catedral, Mario Vargas Llosa




Año de publicación : 1969 


Editora : Seix Barral

Año de la presente publicación : 1980




No necesito acabar la lectura de esta novela para sorprenderme con el desempeño de Vargas Llosa hasta aquel año de 1969: tras haber escrito y publicado “La ciudad y los perros” y “La casa verde”, publica la obra de esta entrada; tenía 32 años. Quien ha leído alguna de esas tres obras, o las tres, quizá coincida conmigo: eso no es normal. ¿Cómo podemos los peruanos asimilar eso? Darle la debida importancia a otro escritor con sus primeros trabajos cuando las primeras obras de este arequipeño son esos tres sendos libros. Sus obras de juventud derrochan una inusitada madurez que sorprende aun en este nuevo siglo; no puedo dejar pasarlo por alto, no puedo dejar de reparar en ello.

Sus lectores ya estamos acostumbrados a que nos alterne las historias y también encontrar aquellos viajes a través del tiempo de los diversos personajes. Así fue en sus dos primeras novelas, pero aquí el autor además le imprime una complejidad todavía mayor, puesto que las voces y conversaciones se alternan no sólo en los capítulos sino a cada frase dentro de un pequeño subcapítulo en lo que aparenta ser un mismo diálogo –los temas son diferentes a cada frase siendo otros los temas tocados por otros personajes-, y si a esto le sumamos que por muchos momentos es una novela política –que no significa para nada densa ni aburrida, todo lo contrario- la dificultad para él debió ser todavía mayor, para no dejar caer la trama en un terreno fangoso que atosigue al lector, que lo invite a dejarla, por el contrario, siempre la intriga está presente, motivando a querer continuar a pasar de página. Con el alma de un arquitecto este es un gran rompecabezas construido minuciosamente con la misma audacia y técnica con que una araña crea su hermosa y perfecta trampa.

Abrir las páginas de este libro es entrar a una Lima de la que poco queda, salvo la corrupción de sus gobernantes que parece transmitirse a través de las generaciones; esta novela por muchos trechos parece un deja vu del Perú. Por cierto, el terreno donde quedaba La Catedral en la Av. Alfonso Ugarte era hasta hace poco un terreno privado que la Municipalidad de Lima debería haberlo comprado previamente y restaurado como patrimonio de la ciudad, como punto turístico, como cualquier ciudad que se precie de serla lo haría, menos Lima. 




El Vargas Llosa que todo izquierdista añora está aquí, el que nos hace ver y reflexionar lo duro que era ser aprista en aquel tiempo, metidos en el mismo saco del comunismo; ver cómo en las reuniones entre los jóvenes de izquierda y los apristas el consenso era un puerto difícil de acceder. Aquella Amalia dubitativa que en verdad se muere por darle todo a Ambrosio pero que dosifica sus ganas y ansias atemorizada por el qué dirán, tiene la típica actitud de una joven limeña, incluso hasta en nuestros días, lo que muchas veces puede ser un defecto en realidad es una virtud, y viceversa. Ya que menciono a Ambrosio de arranque en la obra conocemos a este personaje edificado como un pobre diablo con quien la vida se ha ensañado, y, rápidamente tenemos el primer misterio en las dudas de Zavalita al hablarle, desde ahí ya sabemos que algo mucho más jodido que acabar matando perros callejeros le ha sucedido, pero que sólo sabremos hacia el final de la obra. Inspirado en Alejandro Esparza Zañartu, el asesor de Manuel A. Odría –por lo leído aquí me lo imagino como un equivalente de Vladimiro Montesinos de mitad del siglo pasado-, Cayo Bermúdez es el personaje que se roba la escena, incluso por encima de Zavalita y Ambrosio: plasmado como un pequeño pervertido en realidad es el dueño de la estrategia, el titiritero mayor. Él, tras abandonar a su mujer, Rosa, en Chincha, se hace de una enamorada bailarina de un puticlub capitalino, aceptándole sus relaciones lésbicas, y participando de aquellas pequeñas orgías, suruba, como le dicen aquí en Brasil, país que por cierto es el destino de fuga de este personaje. Atractivo es aquel discurso digresivo de Zavalita por el cual observa aquella Lima y aquel Perú que me es lejano, distinto: lejos de toda duda, para mí está encauzado en el torrente de lo entrañable. Ésta obra tiene también esa particularidad que hasta aquí tienen sus otras dos novelas: a pesar de su extensión no se hace larga, y, aunque sus recovecos por momentos laberínticos son quizá la característica principal de esta obra esto no lo torna ininteligible. 


Inmensa novela que imagino fue un cuchillo de doble filo para el propio Vargas Llosa, pues a finales de los años 60’s él mismo se dejaba la valla muy alta. Pareciera que uno se regodea con las desgracias de todos los personajes de éste libro, desde Zavalita haciendo la ya clásica pregunta al ver graficada en el devenir de su propia familia la falencia de casi toda la clase media limeña con la migración interna, la de “los otros” peruanos a la capital, hasta el jodido –sí, jodido- Ambrosio, cuando en realidad de lo que me regodeo es de la manera cómo está estructurada esta obra maestra. Una obra muy sabrosa que debería ser imprescindible. 


Edición brasileña de inicios de los años 80's. Círculo do Livro. 



 Edición brasileña actual. Alfaguara, 2013.


Postdata


Un dato interesante que reparo ahorita que estoy subiendo las imágenes: si observan las portadas de las traducciones brasileñas encontrarán una diferencia. El “na” en la edición ochentera de Círculo do Livro, por el “no” de la edición de ésta década de Alfaguara. Ya todos sabemos que La Catedral del título es un bar en Lima –y no una iglesia- y por ende va con mayúsculas. En las diversas traducciones a través del tiempo el “na” incorrectamente se mantuvo. Con el Nobel encima Alfaguara Brasil reeditó toda su obra y corrigió el artículo. En algún momento en alguna librería revisaré si es una nueva traducción de la ochentera o el cambio fue sólo en el título. De hecho la imagino como una novela complicadísima de traducir. 






Que país é este? – Legião Urbana



En las favelas, en el senado

Suciedad por todo lado,

Nadie respeta la constitución

Pero todos creen en el futuro de la nación,

¿qué país es este?



Cuando se habla sobre la mejor banda de rock brasileña Legião Urbana definitivamente aparece casi ipso facto como respuesta. Éste tema es un himno aquí en Brasil que fácilmente le cae como guante de seda a varios países de Latinoamérica, de hecho al Perú le cae, lamentablemente. El tema del vídeo fue escrito en 1978 y ya era un himno en Brasilia (ciudad originaria de la banda) aunque recién fue grabada en 1987 en el tercer lp del grupo.


Tercer mundo acabó

Es un chiste en el exterior

Pero Brasil se volverá rico

Vamos facturar un millón

Cuando vendamos todas las almas

De nuestros indios en una subasta, 

¿qué país es este?

lunes, 27 de octubre de 2014

Las fotografías de Frances Farmer, Iván Thays




Año de publicación : 1992

Año de la presente edición : 2000

Editora : Adobe Editores

Colección : Biblioteca Latinoamericana Contemporánea, libro 4



Hace mucho me debía algún libro de Iván Thays (Lima, 1968), así que tras el último viaje a Lima me hice de éste, su primer libro de cuentos. Desde el inicio atrae el muy buen uso del lenguaje que es una constante en todo la obra.

El libro inicia con “Nosotros hubiéramos querido que ella fuera eterna (Primera parte)”, aquí el personaje transmite una bella amargura para sus veinticinco años. Aunque no lo parezca, aquel joven llega a nutrir su deseo de información, insertándose en aquel bizarro grupo de ancianos admiradores de la diva del título.

El segundo relato “La sombra bajo el rostro” tiene un toque catatónico plasmado en el narrador, aunque equilibrado es algo esquizofrénico, está a punto de perder el control. Eso salva al relato del lirismo por momentos asfixiante del relato.

No necesariamente rubia” son dos breves historias que se alternan y que, finalmente, se entrelazan. Pero lo realmente interesante es la descripción del ambiente en ambas historias y la carga sentimental hacia el final no llega a eclipsar lo tan bien graficado que está. Todo el relato es muy cinematográfico, y esa caída de cabello del cadáver cuando es descubierto por Laville es como la cereza de la torta, muy gráfica, muy bien lograda.

El silencio de estrella” su escrita es pulida, y especialmente aquí su prosa lírica la encuentro muy bien lograda, también reconozco que es muy emotivo, pero aun así esto último lo torna demasiado nostálgico para mi gusto; “atracción y repulsión…” como canta Rafo Ráez, eso es lo que me dejó este relato.

Los hombres al viento” es uno de los más extensos, y entre recuerdos, realidad y sueños aquí por momentos también encuentro un exceso de lirismo en su prosa, llega a eclipsar la historia y ni qué decir de la atmósfera –que según su prólogo éste es un libro de atmósferas-. Su escrita fluye, no llega a ser denso, pero aun así este uno de los relatos que no me entusiasmó, pero ni un poquito.

Con olor a rosas y a muerte de rosas” es el más extenso del grupo, y también uno de los más logrados. A la ya mencionada buena escrita este relato tiene un timing preciso que aunque fuese diez páginas más extenso en ningún momento caería mi atención ante la trama debido no sólo a cómo está personificado la manera de ser del narrador sino también a la intrigante y sorpresiva María, ella es de esas jóvenes ninfas tan maduras y centradas –como si hubiesen vivido cien años- que desarman al más pintado misógino que se cruce con ella. Otro de los que disfruté a plenitud.

Memorias del infierno y del viento” también tiene aquella jodida melancolía que me incomoda un poco, pero, a su vez, posee una cierta frialdad en los diálogos que encuentro interesante.

Una muchacha loca como los pájaros” comienza muy bien, con dos bellas descripciones acerca de las mujeres. Pero aquí también la melancolía plasmada en las cartas de M a Alexander me resulta tan soso que el relato se me hace interminable. La intriga por saber quién es aquella remitente queda eclipsada por el derroche de sentimentalismo plasmado en M a través de su correspondencia y la poca acción de Alexander. No enganché con el relato.

Los relatos terminan con “Nosotros hubiéramos querido que ella fuera eterna (Segunda parte)”, y, aunque es parte del mismo relato inicial, éste es otro cuento. Aquí la nostalgia de nuestro narrador está a flor de piel por la invasión en su vida de Alessandra. Me hizo recordar lo cuán jodido es cuando alguien llega para hacernos dudar de la misoginia. Tan bien logrado como su primera parte al inicio de la obra.

El libro cierra con una breve y muy interesante reseña sobre la actriz Frances Farmer, de una vida con altos y bajos tan intensos como los picos registrados en un sismograma de la escala de Richter ante un terremoto. Una gran reseña sobre su vida aquí






Aunque cada relato es independiente y funcionan como tal tienen un punto en común, su espina dorsal es aquella actriz del título, que a través de fotografías, menciones, e inclusive búsqueda de información al respecto de su vida -en el relato inicial- llega a ser el oscuro vínculo que los une: tristeza, desánimo, decepciones, melancolía, universalizando deseos y fracasos no sólo de aquella diva, sino de la humanidad. Aunque no enganché con 2 ó 3 relatos el resultado final es positivo, el escritor sabe conducir al lector por esos conceptos y sugestiones, y con una escrita que aunque a veces parece abusar de un lirismo que se roba la atención en algún relato se llega a percibir fácilmente que su prosa está llena de pasión (una obscura pasión, algo sórdida a veces) muy intensa, y elaborada con mucho esmero.

Quizá con eso de que Vargas Llosa haya publicado “Los jefes” con 23 años de edad, y Bryce Echenique “Huerto Cerrado” con 29 años, sólo por mencionar dos de los más populares en nuestro país, en el Perú estamos mal acostumbrados, y los lectores somos muy exigentes aun con una primera obra. La de la presente entrada fue publicada cuando el autor visaba los 24 años de edad –o sea, escrita con menos- y tras ese detalle debería haber tenido más publicidad y/o reseñas en su momento. Me atrevería a decir que los que sabemos de su existencia en su gran mayoría es por ésta segunda edición de Adobe Editores de final del siglo pasado que la rescató de un muy probable olvido. 


No es lo mismo abordar la primera obra de un escritor ignoto que de uno conocido. En este caso, aunque no había leído nada de Thays sabía quién es él, tornando mi expectativa alta. Tras la lectura cubrió lo esperado, y por momentos hasta lo superó, lo que hace que tenga más curiosidad por sus novelas posteriores. El autor es el responsable del blog Moleskine Literario, quizá el más importante en el Perú en cuanto a literatura se refiere; y no sé hasta qué punto el actualizar aquel blog de una manera constante le quite tiempo para escribir más obras, puesto que además colabora con otros medios, creo. Debería escribir y publicar una obra por año, por lo menos, en vez de informarnos cada vez más sobre el acontecer literario mundial –por cierto, he visto muy poco sobre literatura brasileña ahí-; en vez de hacernos saber quiénes desfilan ser él quien esté desfilando. 





Hotel Normandy - Patricia Kaas 

La francesa Patricia Kaas nos era totalmente desconocida hasta ver que María, aquella ninfa del sexto relato la escuchaba. Cris agradece.     


lunes, 16 de junio de 2014

Orquídeas del Paraíso, Enrique Planas



Editora : Ediciones Los Olivos

Año de publicación : 1996




Deben ser pocos los casos en que la primera obra de un escritor sea tan imponente al punto de esperar -desde el término de la lectura- con cierta ansiedad otro libro de él. Deben ser pocos los casos en que un joven y talentoso escritor no sea valorado y reconocido como tal –con la fuerza con que debería- en su propio país, pues, aunque no haya leído otra obra de él sí he podido acompañar algunas críticas acerca de sus posteriores libros, y el elogio es recurrente, sin embargo no hay esa constante mención por parte de los medios de comunicación que ensalzan a un nobel –nada contra, muy merecido lo tiene- eclipsando a los que vienen atrás. Incluso otros también jóvenes escritores ganan más espacio en los medios quizá por vivir y trabajar en el extranjero, o porque cuentan con un blog cualitativamente alto –aunque probablemente les quite tiempo a crear más obras- y al que tienen al lado ahí, entre ellos, no le dan el mismo espacio. Si en el futbol peruano hay argollas y padrinazgo quizá también haya algo de eso –o mucho- en el ámbito literario y cultural de nuestro país; aquella asquerosa sensación a vacío que pulula por ahí.

Enrique Planas (Lima, 1970) debutó con esta senda nouvelle a sus 25 años, y entre otras cosas es por esto mi sorpresa de no verlo aparecer entre los embanderados cuando a literatura peruana contemporánea se refieren los medios, incluso no encontré alguna traducción ni de ésta ni de alguna otra obra suya.

Aquí los personajes son parte integral de un paisaje contrapuesto al escenario citadino, Planas nos los presenta armoniosamente consiguiendo manejar eficazmente los elementos de la selva. No hay un solo momento en sus 91 páginas en que la trama pierda ritmo, envuelve a cada momento y con un final abierto inclusive a varias opciones de posibilidades que cada lector pueda imaginar.

Aunque eso del joven travestido para ocultar su origen esperando el momento de su venganza no resulte algo nuevo en esta relectura -en “Zatoichi, el samurai ciego” (2003), obra del maestro Takeshi Kitano, encontramos el personaje O-Sei, una de las dos geishas, quien en realidad es un joven quien junto a su hermana sobrevivieron al ataque de Ginzo, una mafia japonesa, él decide adoptar tanto la vestimenta como la piel de una geisha hasta llegar al asesino de su familia, y vengarse- la trama sí lo es en la realidad peruana, más aún en los siempre enigmáticos escenarios de la selva, curiosa e inexplicablemente teniendo tan pocas obras ambientadas por allí.

Aprovechar sus finos trazos de adolescente para hacerse pasar por puta del Paraíso, burdel enclavado en la selva peruana, y optar por el cambio de nombre, de Orquídea por su original y mitológico Aquiles es una transformación y tanto que no le resultará tan difícil aceptar ante el peligro inminente a su alrededor, con Silveira –el asesino de su padre- auto proclamándose gobernador de aquel olvidado rincón peruano, explotando a todo un poblado, haciendo y deshaciendo a su antojo. Además de cómo está hilada esta trama lo interesante es encontrar en Aquiles aquella duda de creerse por momentos la joven mujer que aparenta ser, tanto con Santiago, su amigo, quien no lo llega a reconocer, volviéndose su pretendiente, así como hacia el final, en el rencuentro con Silveira. Pareciera que ansía ser realmente aquel prospecto de puta que tan bien se acostumbró representar.






Esta obra fue re-editada en el 2010, cambiando a Gauguin por Bendayán en la portada tornándola más localista, más realista, y hasta existían los rumores de que sería llevada al cine por un director argentino. Lo cierto es que desde la primera página esta historia resulta muy atractiva, es muy ágil, consigue insertarnos a los lectores en aquel inhóspito lugar, la lectura se torna un torbellino a cada paso de página, “Orquídeas en el Paraíso” es una experiencia muy intensa, y Enrique Planas ya dejaba de ser tan solo “el periodista” para convertirse en “el escritor”; los lectores lo celebramos.

lunes, 28 de abril de 2014

Día de visita, Marco Avilés



Editora : Aguilar

Año de publicación : 2007



Me leí la primera crónica antes de salir de aquella lejana Feria del Libro hace siete años, y sí, lo reconozco, tras esa rápida lectura y una previa discusión con mi enamorada de aquel tiempo quise ser Ronnie Monroy, pero sin postdata.

Recuerdo que a mediados de los años 90’s la crónica periodística en el Perú era muy fértil, desde el semanario “Somos” que venía (todavía viene, creo) con el diario El Comercio, hasta la revista “Caretas” (sólo por citar dos, quizá las más masivas y/o conocidas) traían sendos trabajos periodísticos que alternaban con las noticias sobre corrupción fujimorista de aquel tiempo, develando en muchos casos un mundo paralelo al lado nuestro. Muchos de nosotros, los lectores, no nos deteníamos a ver el florecer de la belleza en un basurero, por ejemplo, cosa que ellos, los cronistas, cazadores de historias, se esmeraban en encontrar y presentarnos temas de lugares y personas tan fantásticas que prácticamente convivían con nosotros. Luego salió “Etiqueta Negra” y quizá coincidió con el bajón en ese aspecto de aquellas dos revistas antes mencionadas pero esta nueva opción era (no sé si todavía lo sea) una ventana totalmente diferente a lo conocido hasta entonces, un oasis de historias fabulosas de una realidad muchas veces tan cercana, casi un orgullo nacional. Por alguna extraña razón que no sé definir casi siempre he estado con gente extranjera de lo más variopinta, y por aquel entonces viajaba mucho, y muchas veces al Cusco –ni Tokio es tan cosmopolita como Cusco-, y con los que me rodean compartía (aunque hijo único extrañamente comparto, todavía) la música, los libros, los vinos, las revistas, embutida en la conversa muchas veces atropellada por la barrera del idioma que yo constantemente me atrevía a saltar, y en una de esas alguien me preguntó muy de buena onda “¿y esto se edita en el Perú? Podría jurar que es de España, de México, de Argentina…, ¿pero del Perú?..” Y tenía razón. En un país donde lo primero que veías al llegar eran diarios chicha (entiéndase amarillos, bien hepáticos) poblados de jerga y fotos bizarras a todo color y full frame en portada descubrir una revista como Etiqueta Negra era para sorprenderse gratamente. Marco Avilés (Lima, 1978) fue cronista de aquella revista, luego editor y después director. Su facha de persona tranquila e inofensiva esconde a un loco de dimensiones quijotescas, ejemplo de esa locura es su nuevo proyecto, la revista Cometa, junto al fotógrafo Daniel Silva.

Este es su primer libro con 17 crudas historias de amor y desamor extraídas de la cárcel limeña de mujeres, el penal Santa Mónica, lugar visitado sistemáticamente por un año, haciéndose conocido entre las reclusas, ganándose la confianza de ellas, sumergiéndose en aquel submundo que debe ser ese lugar que creemos imaginar por las fugaces noticias que puedan aparecer en los noticiarios, pero que de seguro no se acercan ni un poquito al infierno que realmente es, convirtiéndose el autor en nuestro guía particular en el duro y alucinante recorrido que conocemos a través de sus crónicas: desde un tío buena onda que lleva chocolates, revistas y esperanza a cambio de relaciones fugaces, hasta maridos desesperados por obtener el permiso para tener relaciones íntimas con sus respectivas mujeres, trámite burocrático demorado que es todavía más sufrido cuando el cónyuge es extranjero; desde burriers de todas las nacionalidades hasta alguna presa cargando el visible mal que la aqueja ante la indiferencia de las autoridades; relaciones peligrosas, ya sea por novios y/o maridos forajidos o guiños desde la orilla del lesbianismo; desde asesinas con o sin motivo hasta fármaco dependientes hundidas en una realidad todavía más triste, si es que acaso se puede estar peor; aprender a convivir con cientos de mujeres en apretados y reducidos espacios compartidos muchas veces con roedores y cucarachas, aunque muchas veces lo que más duela sea la sensación de soledad; razones del por qué en Santa Mónica es engorroso el pedido de visita íntima a quien tenga pareja estable mientras que en el penal de varones eso es mero trámite, casi una exigencia de las autoridades. Si ya creemos a las mujeres complejas, imaginémoslas encerradas y en condiciones deplorables, desbordante de cualquier límite: lo mejor y también lo peor de ellas aflora en un chasquido de dedos que dejaría perplejo a cualquier bipolar. Y Marco Avilés estuvo ahí, atento y probablemente al inicio confundido ante el mar de historias al que estuvo expuesto casi de golpe en tan reducido espacio.

Lejos de juzgar a cualquier reclusa el autor se empapa de las muchas historias que va encontrando cada sábado que acude quizá con el mismo fervor con el que mi suegra va a la iglesia, religiosamente puntual, pasando día de los enamorados, de la madre, quizá alguna navidad, y nos ofrece un mundo bizarro que nunca nadie imaginaría tenerlo ahí no más, en plena Av. Huaylas del distrito de Chorrillos; ¡tan lejos, tan cerca!, como el título de una película de Win Wenders.

Recientemente la editora española Libros del K.O. reeditó esta obra periodística en formato tradicional y también digital de este loco antagónico a cualquier periodista, al menos en el Perú.
 










RONNIE MONROY LAS AMA A TODAS


Se llamará Ronnie Monroy. Ha extraído un papel de su billetera de cuero marrón y apunta su seudónimo con una caligrafía fina de trazos largos y líneas onduladas, la misma con la que les ha escrito engañosas cartas de amor a casi todas las reclusas con las que se ha acostado durante siete años. Y han sido muchas. Lo dice con calma, sin los aspavientos o ademanes exagerados con que otros hombres vociferan sus hazañas convocando a los curiosos que aguardan a que se abran las puertas del penal Santa Mónica, este sábado de visita de principios de verano. Ronnie Monroy es bastante discreto.

Se ha recostado en la pared verde de las afueras del penal, al filo de ese caudaloso río de automóviles llamado avenida Huaylas, donde unos trescientos hombres forman una desordenada fila india como impacientes peregrinos que pronto ofrendarán besos, caricias y obsequios a sus diosas mujeres. Son las ocho de una mañana que despunta calurosa. Unos leen los periódicos, otros desayunan tamales con refrescos, algunos dormitan castigados por la espera. En la fila, hablar también es un recurso natural para matar el tiempo, y Ronnie Monroy es de los que charlan bastante, tanto que el tiempo no alcanzará para que él se refiera a todas las reclusas con las que ha compartido la almohada: brasileñas, españolas, holandesas, sudafricanas, también algunas peruanas. Su nombre verdadero, por favor, debe quedar entre nosotros, dice Ronnie Monroy, porque tiene bastante que perder: su trabajo en la embajada de un país muy poderoso, su reputación de buen cristiano (va a la iglesia todos los domingos) y una esposa que lo espera con la comida caliente cuando él vuelve a casa tras haber llevado consuelo y esperanza a las pobres presas que no tienen a nadie más en esta vida. Jesús ha dicho que es importante visitar a los enfermos y a los prisioneros, dice Ronnie Monroy, y se lo repite siempre a su esposa y en eso están bastante de acuerdo. Entonces él puede visitar a las prisioneras de Santa Mónica con la conciencia tranquila, y luego también las ayuda en secreto a sobrellevar sus primeros días fuera de la cárcel, cuando no tienen adónde ir y lo más seguro para ellas es ocupar la habitación de un hostal durante algunas noches. Ronnie Monroy siempre paga las cuentas.

Ronnie Monroy tiene cincuenta y ocho años y el aspecto de un oficinista gris en fin de semana. Es delgado con una leve panza, propia de la edad, que no le exige demasiado esfuerzo al cinturón. El cabello todavía castaño va peinado con una nítida raya al costado. Su rostro colorado está lleno de venitas rosadas que serpentean sobre sus mejillas. Esta mañana su inocente esposa le preparó un pantalón de dril beige y una camiseta de color ladrillo que hace juego con sus mocasines marrones. Su cuerpo todavía exhala el aroma a lavanda de la colonia que usa después de afeitarse, y hoy se ha rociado bastante. Dentro de dos horas, cuando la fila por fin ingrese en el penal, él se reunirá con una reclusa joven a la que conoció la semana anterior, y se sentarán a una mesa a desayunar pan, fruta y refrescos mientras se conocen un poco más. La primera vez solo pudieron charlar un poco –Ronnie Monroy llegó por la tarde–, pero bastaron dos horas de conversación para que él saliera victorioso del penal llevándose a casa un buen recuerdo y la promesa de otros sábados felices.

–Me la besé –dice con una vocecilla de abuelo encantador, pero de inmediato se corrige impostando un tono más grave, como si en segundos el apacible Dr. Jekyll hubiera sucumbido ante el recio Mr. Hyde–. Y no fue un piquito. Fue un beso con lengua.

Conocer a una reclusa y besarla con ardor dos horas después no es un logro sencillo. La técnica de Ronnie Monroy es una práctica perfeccionada por la experiencia. La primera vez que acudió de visita al penal Santa Mónica –en el año 2000– acompañaba a un familiar cuya hija había sido condenada por burrier. Aquel era un mundo tentador para el viejo oficinista Ronnie Monroy, lleno de mujeres desconsoladas, faltas de cariño y necesitadas de las cosas indispensables para no olvidar que, a pesar del encierro, seguían siendo unas damas: papel higiénico, jabones, perfumes, chocolates y, por qué no, flores. Aquella visión lo trastornó para siempre. Los sábados siguientes volvió al penal llevando consigo varias bolsas llenas de obsequios. Así fue ganándose la fama de ser un señor muy bueno entre las compañeras de la hija de aquel pariente al que acompañaba. Ellas retribuían la generosidad con besos efusivos y con alguna caricia traviesa debajo de la mesa. Entonces, los sábados de visita en el penal se volvieron para Ronnie Monroy una sana costumbre que de ninguna manera reñía con su espíritu católico. Todo lo contrario. Podía practicar la solidaridad.

Ronnie Monroy ha trabajado durante veinte años en la embajada de Brasil. Es un asistente de oficina eficiente, y por sus manos pasan muchos documentos oficiales. Por la época en que empezó a frecuentar el penal, él también comenzó a interesarse en los expedientes de las ciudadanas de aquel país del Atlántico que caían prisioneras en el Perú; casi todas culpables de haber intentado trasladar cocaína a Europa y Asia a través del aeropuerto de Lima. Desde la prisión, ellas solicitaban a su embajada medicinas, abogados eficientes, revistas y algunos gustos que no podían costearse por estar alejadas de sus familias. Algunas eran bastante guapas. Ronnie Monroy buscaba sus expedientes y encontraba en esos documentos la información necesaria para ser bondadoso. Luego visitaba a las reclusas llevándoles regalos, conversaba con ellas, les decía algunas palabras en su idioma, y también las ayudaba a acelerar los trámites para solicitar la libertad condicional. Entre noticias y obsequios también llegaban los besos. Unos eran de simple gratitud y otros de verdadero cariño. Cuando una mujer toma la iniciativa –dice Ronnie Monroy, que en esto tiene mucha experiencia– ella nunca te dará un beso con la lengua si es que no está segura de lo que siente.

–Los otros besos –aclara– pueden fingirlos hasta las putas.

Él se refiere a ese pasado como a una época gloriosa. En la fila, apenas lo distraen los incidentes de rutina: los bocinazos de los automóviles, los empujones, los reclamos contra la conducta de los agentes que venden los primeros lugares de la fila. Ronnie Monroy tiene las manos cruzadas en la espalda y observa el suelo, distraído. Dice que la primera reclusa que se convirtió en su amante fue una mujer algo mayor para su gusto actual. Pero entonces era perfecta. Tenía unos treinta y ocho años y una risa explosiva que a él, siempre introvertido, le fascinaba. La esperó en la puerta del penal el día en que ella salió en libertad llevando en la mano una mochila con ropa y algunos caprichos en mente. Primero fueron a un restaurante de comida brasileña. Comieron un guiso de champiñones y se embriagaron bebiendo cachaza. Luego fueron a caminar y a tomar helados, cogidos de la mano. Cuando la noche cayó, ella le recordó a Ronnie Monroy que no tenía dónde dormir. La primera regla de la libertad condicional es que la reclusa no puede salir del país, y cada mes debe firmar un documento de buena conducta hasta que se cumple el plazo total de la condena. Entretanto, debe conseguir un trabajo y un lugar para vivir. Ronnie Monroy le pagó a esa mujer la primera semana en un hostal y allí hicieron el amor con la recurrencia de una pareja de enamorados. Cuando la excitación inicial disminuyó, él entendió que sería imposible que ella siguiera viviendo sin un empleo. Se lo recordó al explicarle que su esposa se daría cuenta de su infidelidad al notar la falta de dinero en casa. Ronnie Monroy nunca ha sido un hombre adinerado. Ella le planteó otra alternativa: se fugaría del Perú por tierra con unos documentos falsos que, en un último acto de complicidad y cariño, él tendría que pagar. Y así terminó esa primera aventura, con Ronnie Monroy despidiéndose de su amante en una terminal de autobús, triste pero sin nudos en la garganta. Había sido una gran experiencia para él, trabajador modesto, esposo responsable: una distracción en medio de la rutina de envejecer. Regresó al penal el siguiente sábado de visita y, durante los años posteriores, Ronnie Monroy perfeccionó su estrategia con reclusas de diferente nacionalidad. Se hizo un experto. Las ayudaba con sus trámites judiciales, les llevaba regalos y las iba enamorando en el transcurso de los sábados de visita, hasta que por fin ellas salían libres, y él estaba allí, esperándolas con el apremio con que se aguardan los frutos del árbol sembrado.

–Dime tú si no merecía repetirse. Esa chica me recordará como yo a ella –dice Ronnie Monroy, siete años después, en las afueras del penal–. Toda relación es un negocio, pero si vienes a conseguir amor a la cárcel, tienes que ser realista, hermano: no puedes enamorarte. Menos de una extranjera. Esas se van como vinieron. Si te aprendes esto, serás feliz.

Ser feliz visitando a una reclusa debe de ser el anhelo de muchos de los hombres que hacen la fila esta mañana. Para algunos, como Ronnie Monroy, se trata sin embargo de una felicidad muy deportiva, donde puedes ganar una aventura si inviertes algo de tiempo y dinero. En la fila, hay un hombre que volvió a enamorarse de su ex esposa cuando esta había entrado a la cárcel, y vocifera su historia para los que quieran oírla. Un muchacho de pelo rebelde, como de escobilla, lleva una camiseta negra que dice I love you sobre el retrato de una burrier rubia. Un chiquillo de brazos con cicatrices y cinta en la cabeza cuenta que tiene dos mujeres: una en el penal y otra en casa. No sabe a cuál quiere más, aunque lo decidirá cuando ambas tengan igualdad de oportunidades. Por ahora, dice que extraña mucho a la que está presa. A la otra la ve todos los días. También están los visitantes que llegan dispuestos a pagarles a las reclusas europeas o estadounidenses por el beneficio de casarse con ellas y así obtener una visa para volar a sus países. Hay quienes llegan por primera vez, acompañando a un amigo o familiar, mordidos por la curiosidad que genera la fama de este penal y sus cientos de mujeres hermosas, extranjeras. Para algunos, la cárcel de mujeres es un mercado atractivo de carne forastera.

Pero ya no lo es para Ronnie Monroy, que ha decidido no volver a relacionarse con las reclusas de otros países. Nunca más desde que una de ellas le dejó un fierro ardiendo en el alma.

–La muy puta.



* * *



Se llamaba Teresinha. Era brasileña. Tenía veintisiete años. Salió en libertad en septiembre de 2006. Fue la única de las mujeres de Ronnie Monroy a la que él no esperó en la puerta del penal. No se lo merecía. La había conocido igual que a las otras, llevándoles regalos después de que su amante anterior se hubo marchado del país. Pero Teresinha era diferente.

Además de bonita y esbelta, como a él le gustan, le inspiraba un cariño complicado de definir. A ratos se sentía como un padre preocupado por devolverla al buen camino; otras veces era el amante ansioso por el futuro que podrían construir juntos. De todas las reclusas que conquistó, Teresinha fue la única que le hizo pensar en abandonar a su esposa. En las conversaciones en el patio del penal, Ronnie Monroy le planteaba un futuro seguro a esa muchacha. Podrían abrir un restaurante brasileño cuando saliera en libertad. Teresinha podría cocinar y ganar dinero para vivir, y él se dedicaría a atender a los clientes y a preparar caipirinha. Ronnie Monroy la visitó casi todos los sábados durante un año. Siempre en las mañanas: las tardes estaban consagradas a su esposa. Acaso ese fue su error.

–Nunca debes mantener la rutina con la mujer, hermano. Si quieres estar bien seguro de ellas, tienes que aprender a sorprenderlas a cualquier hora.

La última vez que vio a Teresinha fue un día de visita inusual, pues él había llegado por la tarde, después del almuerzo. Llevaba un paquete con las cosas que ella le pedía: jabones, papel higiénico, tallarines instantáneos, chocolates y revistas en portugués. Buscó a Teresinha por todo el patio. No estaba por ningún lado. Iba a pedirle a una compañera que la llamara, cuando la encontró escondida detrás de una columna de cemento, abrazada a un tipo mucho más joven que él, y a quien besaba con descaro, de esa manera en que solo besan las mujeres que saben lo que quieren: con la lengua. Ronnie Monroy no hizo ninguna escena. No corrió hacia ella. No le gritó. No le tiró la bolsa de regalos en la cara. Se dio media vuelta y habló con una de esas mujeres que se ganan la vida llamando a gritos a otras reclusas cuando sus visitantes llegan a verlas. Le pidió que buscara a una chica joven, una que no recibiera visitas. Ronnie Monroy le entregó a esa reclusa la bolsa llena de regalos y le prometió que regresaría el sábado siguiente con otro paquete similar. Pero no cumplió. Y no volvió al penal hasta mucho después, cuando la rabia cedió. Teresinha nunca lo llamó por teléfono. El silencio era peor que aquel beso que ardía en la memoria de Ronnie Monroy día tras día, sábado a sábado, en la aburrida tranquilidad de su casa. En la convalecencia del desamor, él intentó reencontrarse con el cariño de su esposa. Volvieron a salir al cine como cuando eran enamorados, caminaron frente al mar de Miraflores, tomaron helados las tardes de los sábados. La mujer no sabía bien qué era lo que le ocurría a su marido, pero luchaba por ayudarle a superar la frustración que entristecía su rostro. El amor por aquella reclusa se disipó lentamente. Medio año después, Ronnie Monroy se había vuelto a aburrir de su mujer y de su cariño casero y otoñal. La llegada de los sábados volvió a generarle esa vieja inquietud. ¿Habrían llegado chicas nuevas a Santa Mónica?

Y aquí está Ronnie Monroy otra vez en actividad, curado de la resaca del amor, recién duchado, vestido según los consejos de su cándida esposa, con el aura de loción de afeitar que lo precede, mientras los hombres de la fila ya empiezan a ser devorados por las puertas del penal. Son las nueve de la mañana. El sábado de la semana anterior Ronnie Monroy volvió a visitar el penal después de una larga ausencia. Llevaba consigo la estrategia de siempre: una nutrida bolsa de regalos y un ojo experto en sus propios gustos que le ayudó a seleccionar a una reclusa solitaria, de pelo negro, pequeña, de aspecto retraído, aunque peruana, de Huánuco, esa provincia cuyas mujeres mezclan el espíritu trabajador de los Andes y la alegría de la Amazonía. Lo dice Ronnie Monroy con esa vocecilla que luego extingue con el vozarrón que suele impostar, y con el que vuelve otra vez a referirse a sus hazañas, listo para su segunda cita con aquella reclusa.

–La cosa es simple, mi hermano –dice Ronnie Monroy tronando los dedos–. Si la chica no quiere nada, busco a otra así de rápido.

Ahora atraviesa la sala de control del penal y coloca su fiel paquete de obsequios sobre el mostrador de inspección. La celadora de turno revisa con detenimiento: dos revistas Vanidades, seis bolsas de sopa instantánea, naranjas y una rosa muy roja cuyas espinas se incrustan en el fondo de la bolsa. El miércoles siguiente será catorce de febrero, el Día de los Enamorados, y esa flor es el regalo con el que Ronnie Monroy declarará sus sanas intenciones a aquella chica que lo espera.

–Ese señor está un poco loco –me dice muchas horas después la mujer a la que Ronnie Monroy ha visitado brevemente, antes de marcharse a cumplir el religioso almuerzo con su esposa.

Se llama Roxana y está sentada a una mesa con tres amigas que intercambian chismes y conclusiones sobre el día de visita a punto de terminar. Observan a los hombres salir con la nostalgia de quienes ven los créditos de una película y se resisten a abandonar las butacas del cine. Roxana dice que aquel caballero sólo le habla de una brasileña que fue mala con él. Luego le advierte una y otra vez que no vaya a portarse como ella.

–Por lo demás, parece un hombre bueno –añade mirando a la nada, como si se hablara a sí misma recordándolo–. Para qué. Sabe tratar a las mujeres.




Posdata


Un hombre al que Ronnie Monroy también le había contado sus hazañas me dijo que nuestro conocido era un asiduo visitante del penal de varones de Lurigancho, en Lima. Era bisexual, según aquel confidente, que afirmaba haber sido testigo de su debilidad. Podría tratarse de una difamación. Quién sabe. Ronnie Monroy solo me habló de sus mujeres una vez, y nunca más volví a verlo.