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lunes, 26 de julio de 2010

La agonía de Rasu-Ñiti, José María Arguedas



La agonía de Rasu-Ñiti; Serie Populibros Peruanos; José María Arguedas, Perú.

Este libro no trae el año en que fue editado; parece antiguo.
Aquí están reunidos tres relatos de Arguedas, comenzando por el cuento que da nombre al libro, escrito en 1962. También están “Diamantes y pedernales” de 1954, y “Orovilca” que es del mismo año. Como en el libro anterior de este autor, “Los ríos profundos”, los diálogos de sus personajes están llenos de palabras quechuas, con su traducción a pie de página. Sus obras fueron escritas en aquella lengua, nuestro idioma nativo, y luego traducidas al español por el mismo autor.

En el primer relato estamos en los momentos previos a la muerte del gran dansak’ (“bailarín”, en quechua) Pedro Huancayre, o Rasu-Ñiti (“que aplasta la nieve”), como se le conocía en todas las fiestas en pueblos aledaños. Él, un “danzante de tijeras” -ver infografía-, que previendo su muerte, y sintiendo en su corazón al “Wamani” (“Dios montaña que se presenta en forma de cóndor”) hablarle, se viste con su traje y sus guantes con tijeras de acero para realizar su última danza, rodeados por su mujer, el violinista Don Pascual y el arpista Lurucha llamados por sus hijas que también asisten; con ellos llegó también Atok’ Sayku (“que cansa al zorro”), dansak’ discípulo de Rasu-Ñiti, vestido también para la ocasión pero sin tocar sus tijeras, triste y melancólico, futuro heredero y receptor del Wamani, y encargado de continuar la tradición; también los pobladores vecinos son asistentes de la ceremoniosa danza.
En la novela “Los ríos profundos” encontramos musicalidad en la realidad andina: entonaban alegres huaynos celebrando algún evento, y cantaban huaynos tristes en los últimos momentos de vida, previos a la muerte causada por el tifus; aquí, la música y danza en la agonía es un ritual, de despedida y, antes de partir, dejar en su discípulo el espíritu del Wamani. La esposa e hijas no parecen tristes. Parece que esto es lo que todo danzante de tijeras espera: morir realizando su danza y dejar un sustituto.
Arguedas recoge y transmite esta costumbre de los pueblos andinos, detallando al máximo la escena, los cambios de ritmos del dúo musical que acompañan al danzak’ entonando el “jaykuy” (entrada), siguiendo por el “sisi nina” (“fuego hormiga”), el “waqtay” (“la lucha”) y concluyendo con el “yawar mayu” (ríos de sangre), cada una de estas etapas en la danza con diferentes movimientos acrobáticos ejecutados por el danzak’ durante su agonía, para que al expirar sea Atok’ Sayku quien continúe con la danza y no dejar que la tradición muera.

En “Diamantes y pedernales” encontramos al “upa” (en quechua “el que no oye”: en los andes llaman así a los idiotas) Mariano, quien fue rechazado y abandonado por su hermano mayor, Antolín, un próspero comerciante, taimado, quien se avergonzaba de él y coincidía con el resto de sus hermanos en la condición humilde, media boba de Mariano. Así, este partió tan sólo acompañado por su arpa y su “killincho” (cernícalo) quien se aferraba a su hombro: juntos cruzaron la cordillera en busca de un nuevo pueblo como destino. Llegan a residir en uno donde la mayor parte de las tierras pertenecen a una señora importante de un distrito vecino, quien llegaba al pueblo con su joven hijo, Don Aparicio, un mujeriego ricachón educado en Lima, que por su condición adinerada hacía y deshacía en el pueblo. Don Aparicio percibió el profundo sentimiento de Mariano al tocar el arpa, y lo contrató inmediatamente brindándole alojamiento y ropa. Los pobladores se sorprendían que alguien con tanto poder llamase de “Don” al “upa” Mariano atribuyéndole dotes de “illa” (“ser que contiene virtudes mágicas”).
Don Aparicio tenía un concepto particular de la vida: fiestas, vida extravagante, entre las que estaban sus queridas: Irma entre ellas, la ocobambina que interpretaba huaynos, a quien había raptado hace algún tiempo con promesas de amor y ahora era una entre varias, aunque ella tenía momentos en que se sentía bien por saber que era la preferida. Todas quedaron eclipsadas al llegar al pueblo una costeña, viuda de un músico italiano, acompañada de su hija Adelaida, una hermosa rubia de finos trazos. Don Aparicio hizo de todo para tenerla también, paseando con su brioso potro negro llamado “Halcón”. Adelaida se dejaba impresionar por la hermosura del corcel. Irma, celosa por los desaires llega a invitar a su casa a Don Mariano, quien va inocentemente para entonar su arpa, siendo encontrado ahí por Don Aparicio y luego asesinado. A partir de ahí la vida de Don Aparicio tendrá un cambio radical, asumiendo incluso éste el “killincho” de Mariano antes de huir, y alimentándolo con un pedazo de la carne de su corcel, sacrificando así parte de algo muy cercano y querido por él para crear un vínculo con el animal de compañía de su víctima.

El relato “Orovilca” (“gusano sagrado”, en quechua) se diferencia de las otras por no estar ambientada en los andes: la historia se desarrolla en Ica (departamento o estado costeño al sur de Lima), donde el personaje que narra la historia es un estudiante llegado de los andes que tiene por compañeros a jóvenes costeños: Salcedo, de modales y educación sobresaliente, trataba a todos de “usted”, tenía influencia en los demás alumnos y con los profesores; Wilster, el “machito” de la clase, siempre en compañía de Muñante; Gómez, campeón de atletismo, quien se ofreció como juez de la pelea que pactan Salcedo y Wilster.
El joven estudiante andino (el narrador) solía pasear por las dunas y valles con Salcedo pues admiraba la manera de expresarse de aquel, cosa que él no conseguía, y también gustaba escuchar las historias que su amigo contaba. El cuento lleva el nombre de una de las lagunas ubicadas entre el valle y el desierto iqueño (la más conocida por la mayoría de nosotros los peruanos es “Huacachina”), lugar donde se desarrolla una historia contada por Salcedo sobre la corvina de oro que puede atravesar el desierto con la misma agilidad que en el agua hasta llegar al mar. Además del desenlace de la pelea entre los alumnos, como es común hasta ahora en las historias de Arguedas, encontramos descripciones detalladas de las personas y de su entorno: en éste caso, deja en claro una triste verdad que se da lamentablemente en el Perú: el racismo y discriminación hacia la raza andina por parte de la gente del litoral.

“Yo era el alumno del primer año, un recién llegado de los Andes, y trataba de no llamar la atención hacia mí; porque, entonces, en Ica, como en todas las ciudades de la costa, se menospreciaba a la gente de la sierra aindiada, y mucho más a la gente que venía desde pequeños pueblos.”

(pág. 76)

En “Diamantes y pedernales”, ambientado en la sierra andina, así como en la novela “Los ríos profundos” se ve el irrespeto por parte de los hacendados y/o gente llegada de la costa, y también de los pobladores locales educados y formados en la capital hacia la gente humilde y pobre de la sierra.

Dejo el primer relato, que da nombre a esta obra,

“La agonía de Rasu-Ñiti”


“Estaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio.

Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume.

—El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’ “Rasu-Ñiti”(1).

Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras.

Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron.

La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron.

— Madre ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor.
—¡Es tu padre! —dijo la mujer.

Porque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos.

Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación.

“Rasu-Ñiti” se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos.

— ¡Esposo! ¿Te despides? — preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaron temblorosas.
—El corazón avisa, mujer. Llamen al “Lurucha” y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas!

Corrieron las dos muchachas.

La mujer se acercó al marido.

—Bueno. ¡Wamani(2) está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adónde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo.
—Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está!
Sobre el fuego del sol, en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras.
—Tardará aún la chiririnka(3) que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando.

Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores.

La mujer se inclinó ante el dansak’. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak’ “Rasu-Ñiti”, cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz de las fiestas de centenares de pueblos.

—¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer.

Ella levantó la cabeza.

—Está —dijo—. Está tranquilo.
—¿De qué color es?
—Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo.
—Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maíz del corredor! ¡Anda!

La mujer obedeció. En el corredor de los maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue bajando, rápida pero ceremonialmente.

Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín.

Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre.

Ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos.

—¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.

Las tres lo contemplaron, quietas.

—No —dijo la mayor.
—No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir.
—¿Oye el galope del caballo del patrón?
—Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego!

Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda.

—El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.
—¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo.

Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak’ por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del “espíritu” que protege al dansak’.

Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo.

Yo vi al gran padre “Untu”, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre “Untu” aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Desde dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre “Untu” se balanceaba en el aire. Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo vivo a su señor.

El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: ¿el “espíritu” de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y “condenados” en andas de fuego? O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek, o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas.

“Rasu-Ñiti” era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le había enviado ya su “espíritu”: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando.

Llegó “Lurucha”, el arpista del dansak’, tocando; le seguía don Pascual, el violinista. Pero el “Lurucha” comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las danzas.

Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok’ sayku”(4), el discípulo de “Rasu-Ñiti”. También se había vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak’ que llora? Sí, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban.

“Rasu-Ñiti” vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente.

—¿Ves “Lurucha” al Wamani?— preguntó el dansak’ desde la habitación.
—Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora.
—¡“Atok’ sayku”! ¿Lo ves?

El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak’.

—Aletea no más. No lo veo bien, padre.
—¿Aletea?
—Sí, maestro.
—Está bien. “Atok’ sayku” joven.
— Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista.

“Lurucha” tocó el jaykuy (entrada) y cambió enseguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza.

“Rasu-Ñiti” bailó, tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se cuadraron contra el rayo de sol. “Rasu-Ñiti” ocupó el suelo donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en el “sisi nina” sus pies se avivaron.

—¡El Wamani está aleteando grande; está aleteando! —dijo “Atok’ sayku”, mirando la cabeza del bailarín.

Danzaba ya con brío. La sombra del cuarto empezó a henchirse como de una cargazón de viento; el dansak’ renacía. Pero su cara, enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo, como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía mejor el ritmo de la danza. “Lurucha” había pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera.

—¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa, como de la boca de un loro.

Se le paralizó una pierna

—¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak’ porque sintió que su hija menor temblaba.

El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). “Rasu-Ñiti” hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes miraba como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo.

—El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo.

Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo.

—¡“Lurucha”! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza.

Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le había paralizado.

Con la mano izquierda sacudía el pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento.

“Lurucha”, que no parecía mirar al bailarín, empezó el yawar mayu (río de sangre), paso final que en todas las danzas de indios existe.

El pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esa despedida?

La hija mayor del bailarín salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuy se atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar.

“Rasu-Ñiti” vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran río turbio, del yawar mayu éste que tocaban “Lurucha” y don Pascual? “Lurucha” aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu, pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos, cargados con las primeras lluvias; ríos, de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan silencio.

“Rasu-Ñiti” seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra.

Entonces “Rasu-Ñiti” se echó de espaldas.

—¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo “Atok’ sayku”.
—Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo veo.

“Lurucha” avivó el ritmo del yawar mayu. Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. Las cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente.

A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revolcándolas un poco en la sombra fuerte que había en el suelo.

“Atok’ sayku” se separó un pequeñísimo espacio, de los músicos. La esposa del bailarín se adelantó un medio paso de la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían ordenado que salieran afuera.

—¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó “Atok’ sayku”, mirando.

“Rasu-Ñiti” dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos.

El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las manos.

“Rasu-Ñiti” movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia!

Duró largo, mucho tiempo, el “illapa vivon”. “Lurucha” cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que “Lurucha” estaba hecho de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y de toldos.
“Rasu-Ñiti” cerró los ojos. Grande se veía su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos.

“Atok’ sayku” salió junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban. Todos estaban mirando. “Lurucha” tocó el lucero kanchi (alumbrar de la estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las competencias de los dansak’, a la media noche.

—¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak’.

Nadie se movió.

Era él, el padre “Rasu-Ñiti”, renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando.

“Lurucha” inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. “Atok’ sayku” los seguía, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak’ nacido.

—¡Está bien! —dijo “Lurucha”—. ¡Está bien! Wamani contento. Ahistá en tu cabeza, el blanco de su espalda como el sol del medio día en el nevado, brillando.
—¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín.
—Enterraremos mañana al oscurecer al padre “Rasu-Ñiti”.
—No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija menor—. No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando!

“Lurucha” miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado una gran cantidad de cañazo.

—¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! — le dijo.
—Por dansak’ el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani.”


(1) Dansak’: bailarín; “Rasu-Ñiti”: que aplasta la nieve.
(2) Dios montaña que se presenta en figura de cóndor.
(3) Mosca azul.
(4) Que cansa al zorro.



Dejo la infografía sobre lo que es un danzante de tijeras tomada de la gran web site y blog “Fábrica de Ideas”, donde encontrarán excelentes infografías sobre diversos temas.
Así como el vídeo subido en youtube por “Viaje0al00Sur”, un cortometraje sobre éste relato, donde en uno de los comentarios mencionan a quienes escenifican este vídeo: Gregorio Condori Tito o “Lapla de Huaycahuacho” como es conocido, en el arpa; Juan Caccha Arango o “Ojicha de Sondondo” en el violín; y Jechele de Anadamarca como el danzante. Personalmente me atrevo a mencionar (espero no estar errado y si alguien sabe me corrige por favor) a los primeros actores: Delfina Paredes como esposa del dansak’, y Luís Álvarez como Rasu-Ñiti. El vídeo data de mediados de los 80's.





En este pequeño libro encontramos una gran obra, que a través de la producción literaria de Arguedas encontramos constumbres y tradiciones que deberíamos preservar y mantener, y nunca que quede en el olvido.


Fuentes:

- Infografía: http://www.fabricadeideas.pe/blog/?m=201007
- Vídeo: http://www.youtube.com/user/Viaje0al00Sur

2 comentarios:

Anónimo dijo...

por favor podria aumentar la resolución del poster de los danzates de tijeras para poder leer el texto que trae, se le agradece por muy buena información

Manolo Malpartida dijo...

Estimado anónimo,

Gracias por tus palabras. Le subí la resolución pero aún así hay partes del texto que no están claras. ¿Intentaste entrar a la dirección de donde obtuve esa infografía? La dejé al final del post. Es un excelente blog de sus trabajos y los puedes descargar en archivo pdf.

http://www.fabricadeideas.pe/blog/?tag=danza-de-tijeras

Un abrazo.

Manolo.